viernes, 31 de octubre de 2008

Alicia in Lan Kwai Fong (viernes 31 de octubre)

Como cualquier cosa en la vida, todo depende de la manera en que se vive. O se cuenta.

Cualquier otra persona contaría lo que estoy viviendo de otra manera. O no lo viviría. No se habría dado la oportunidad de vivirlo, habría escogido otras opciones, cometido otros errores.

Cualquier otra persona narraría, tal vez, de manera más positiva y optimista lo que estoy haciendo en Hong Kong: conocer otra cultura y otra ciudad. Conocer nuevas personas.

Estoy en Lan Kwai Fong. Parece que estoy en una zona de copas española repleta de británicos. Pero es Hong Kong. Música entremezclada. Gente rubia tomando cervezas y copas en las terrazas. Hermosas y jóvenes mujeres asiáticas y occidentales. Personas orientales haciéndose fotos con aparente entusiasmo junto a personas orientales disfrazadas de asesinados o asesinados de películas occidentales. Parejas y grupos de policías charlando amigablemente junto a parejas y grupos bebiendo en plena calle. Grandes pantallas planas recordando a todos que están en Hong Kong.

Une vez más he abusado de mis superpoderes. He llegado tarde a la cita en Central con la chica hispana y ya no la encuentro. Intento aprovechar que estoy fuera y mando un mensaje a la chica de Nueva Jersey que me había invitado a salir con ella y sus amigas. Cuando iba a ir a Lan Kwai Fong en metro desde Central, un británico me advierte de que estoy al lado.

Alicia es una chica negra de veinticinco años que lee “La Ceguera” de Saramago y empezó “La Plaza del Diamante”. Al verla llegar junto a la heladería Ben&Jerry’s en la que la esperaba, experimento un leve sentimiento de sorpresa. Algo típico de un españolito de Castilla, pese a que haya viajado algo, esté en Hong Kong y sepa que hay más de una raza. Algo de culpa la tiene también el cine norteamericano con sus blancos de clase y media.

Alicia es una chica agradable. En principio, bastante más que su compañera de piso inglesa y dos conocidos más, americano él e inglesa ella, con los que nos sentamos en un bar. Las chicas inglesas parecen tener el carácter que tienen algunas personas que, además de no ser agraciadas físicamente, consideran que tampoco tienen la obligación de serlo personalmente. Podría llamarse autoestima, pero yo diría que es otra cosa.

Al poco, sus conocid@s se marchan. Alicia y yo nos quedamos charlando algunas horas. Parece que fue un acierto preguntarle si había votado ya a Obama por el messenger cuando aún no la conocía.

Hablo mucho. Demasiado. Quien no me conozca de verdad o a través de este blog, pensaría que estoy realmente contento.

Tal vez ella lo piense, porque me comenta la posibilidad de volver a vernos el sábado por la tarde cuando nos despedimos en el metro.

Me veo reflejado en sus grandes mamparas con mi pantalón y camisa negros y mis zapatillas grises nuevas.

Improductividad improductiva III (jueves 30 de octubre)


El sueño y yo llegamos a un acuerdo, y nos encontramos cuando me acuesto sobre las 7 de la mañana.

A las 12 me levanto, desayuno mis comprimidos, el hipérico, un zumo de naranja y un plátano, me ducho y salgo. Aunque había pensado acercarme a Central a comprarme unos vaqueros, ya que casi toda mi ropa, con mi único par de vaqueros incluido, está en la lavandería, paso la mañana en el centro comercial de Times Square.

Me compro un breve y decorado libro de Paul Arden, antiguo creativo de Saatchi&Saatchi, sobre publicidad y por tanto, me temo que la vida, y The Mind Gym en la librería Page One. También la edición británica de Men’s Health en mi ya comentado intento de cuidar mi cuerpo y mi mente. Veo unas zapatillas Nike grises con cierres de de velcro que dejo para la tarde.

Cuando regreso a mi habitación veo me han puesto un cubrecamas y unas almohadas más bonitos que la semana anterior y que me han retirado los señalados por la Pepsi que estalló, congelada de improviso, mientras la abría desnudo y presa del insomnio frente al ordenador hace ya algunas noches.

miércoles, 29 de octubre de 2008

Instantes (miércoles 29 de octubre)


Hay, ya digo, instantes, en los que el pasado deja de cortocircuitar mis neuronas y, aunque suene contradictorio, me permite escribir algunas líneas en mi pequeña agenda estadounidense, mientras espero la comida frente a la ventana de Maxim’s escuchando Pearly de Radiohead

Pese a los buenos deseos propios y ajenos, no ha habido suerte. El día entró a través de la ventana mientras mi insomnio me hacía navegar por las ofertas en asiaxpat.com y me daba el beneplácito del sueño las 9 de la mañana.

Al menos, parece que mi anuncio para conocer gente genera cierta curiosidad y, finalmente, estoy invitado a ir a la fiesta de Halloween con la británica desconocida y tengo una cita para tomar algo mañana por la noche con una mujer hispana que ha pasado, curiosamente, toda su vida en Chicago.

Cuando salgo de mi habitación, por primera vez en dos días, es ya de noche.

Espero a que esté lista mi comida habitual frente al gran ventanal de Maxim’s escuchando Pearly de Radiohead.

Regreso de Maxim’s. Tiendas que le gustarían a otra persona. Decenas de personas caminando.

Chateo con algunas de estas chicas/jóvenes/mujeres.

Corro escuchando Bloc Party. Hago pesas, abdominales, flexiones.

Me ducho.

Decido que el insomnio está noche no me encontrará intentando dormir.

martes, 28 de octubre de 2008

Improductividad improductiva II (martes 28 de octubre, madrugada del miércoles)

Viendo a través de una de las nuevas y absurdas utilidades de mi absurdo blog los motivos absurdos por los que, desde lugares inverosímiles y en búsquedas inverosímiles, recalan en mi blog, me impongo como estúpida misión la inútil tarea de incluir tags/etiquetas en todas sus entradas. Así, tal vez, todo sea un poco más absurdo e inverosímil.

De paso, intento corregir todos sus errores y erratas. Intento hacerme idea de lo que he escrito y vivido en estos casi quince meses.

Hay pocos cambios. En su tono autocomplaciente y melancólico. En mi mismo ánimo.

No estoy seguro de haber aprendido demasiadas cosas en estos quince meses. O no de momento.

Compruebo como las personas y los sentimientos pasan para no quedarse. Aunque las personas, en mi caso, son más rápidas.

Amores que sólo se reflejaban desde una orilla. Amistades que han durado lo que tenían que durar. No más pero tampoco menos de lo que debían. Que duraron mientras todo era más fácil. O cuando no deseamos pensar demasiado si era reales. O ahondamos en exceso en su esencia.

En los últimos días apenas salgo de mi habitación o no salgo. No consigo dormirme antes de las nueve de la mañana. Las veces que salgo mi habitación para cenar algo ya está, de nuevo, anocheciendo. Desde los amplios ventanales de Maxim’s veo pasar decenas de tranvías, autobuses y personas.

Leo las breves biografías de Rafael y Tiziano del diario Público.

Envío mi curriculum a algunas escuelas de idiomas y un colegio.

Tras dejar algún mensaje en Internet para conocer gente recibo siete u ocho mensajes de jóvenes mujeres expatriadas o de Hong Kong. Gilie me envía un mensaje el sábado con su correo electrónico. Tengo una invitación para ir a una fiesta de halloween en Lan Kwai Fong con una británica desconocida.

Pienso demasiado en lo mismo desde hace quince meses. Se añadieron en su transcurso detalles inesperados que no esperaba.

Subo esta estrada a las 02:15. Espero que el día no me encuentre otra vez desnudo frente al ordenador.

sábado, 25 de octubre de 2008

La última carcajada (sábado 25 de octubre, madrugada del domingo)

Hace tiempo que había oído hablar de vídeo, y antes de subir la última entrada descubro que una amiga de Valladolid me lo ha reenviado a mi correo elctrónico.

Aunque los subtítulos tienen algunos errores de traducción, me parece una inmejorable explicación de la supuesta presente crisis financiera y de, en general, este mundo complejo.


Improductividad improductiva I (sábado 25 de octubre, madrugada del domingo)


Veo cartones apilados a la salida de mi edificio cuando hago algunos estiramientos antes de correr. Una cucaracha se esconde bajo un bordillo. Hay algún coche deportivo y las puertas de los talleres mecánicos están abiertos, pero hoy no veo a ningún operario durmiendo, supongo que provenientes de la China continental o Filipinas. Son las tres de la mañana.

La anoche anterior no he conseguido dormirme hasta las 7. Apenas me levanto, alrededor de las dos y media de la tarde, recibo un sms de la Capitana Música preguntándome por mis planes. Cuando me la encuentro en el Messenger me pide que me inscriba a su página web de músicos, recién abierta, para ver si funciona.

Desayuno o como mi vaso de agua con hipérico, mis comprimidos, leche Nestlé con Cadbury y cereales orgánicos norteamericanos.

Mando mi curriculum a una escuela de español y a la Sociedad Hispánica de Hong Kong. Leo los periódicos españoles en Internet.

Son las tres de la mañana y los rascacielos que rodean es Estadio de Hong Kong me observan, como siempre impertérritos, sin ver tampoco ningún cambio en mí.

Una adolescente de bonitos y grandes ojos rasgados me sirve unas patatas pequeñas en el MacDonalds a las 8 de la tarde. Compro una ración de patas de calamar rebozadas en el puesto de Times Square. Compro el South China Morning Post.

En el Maxim’s se consigo que no se equivoquen de plato, pero me lo dan para llevar. Me rindo. Vuelvo a mi piso con mi debilidad acechante. Minúsculas y nimias estupideces como ésta aún reabren ciertas heridas con vinagre.

Ceno como puedo en mi habitación. Duermo.

Corro alrededor del Estadio de Hong Kong mientras escucho el último disco de Block Party.

Compro una botella de Bonaqua en el Seveneleven. Subo las siete plantas de mi apartamento corriendo. Hago algunas pesas, algunos abdominales, algunas flexiones. Lavo a mano el pantalón y la camiseta. Me ducho.

Subo esta entrada a las 5 y 20 de la mañana.

viernes, 24 de octubre de 2008

Jt-hye in Soho (viernes 24 de octubre, madrugada del sábado)

Son las seis y media de la tarde y utilizo de nuevo mis superpoderes para enviar un mensaje y retrasar media hora la hora de la cita.

He quedado con una chica coreana que se define físicamente como no delgada como suelen serlo las mujeres asiáticas, pero tampoco gorda. La verdad es que dudo en cancelar la cita, hoy no me he levantado con muchas ganas de nada, pero pienso que seguramente es mejor salir, y conocer a una persona nueva, ir quizás a algún sitio nuevo de Hong Kong, conocer tal vez otras cosas y otras personas.

Jt-hye es una chica simpática. Tiene 24 años y está trabajando por primera vez de manera retribuida para una de las mayores empresas de cultivo y venta de algodón para empresas textiles del mundo. Lleva un bolso Loewe y una chaqueta que luego confesará, hablando del mundo de la moda y sus diferentes marcas, que es de Zara.

Jt-hye no parece que me vaya a enseñar mucho de Hong Kong, porque ha llegado hace sólo una semana. Sugiero ir al Soho aprovechando que es viernes por la noche. Cuando llegamos en el metro me desoriento un poco. Tras algunos minutos y preguntas, llegamos y sugiero nuevamente ascender hasta la cima de la escalera mecánica. Al llegar arriba, después de unos quince minutos, no parece haber ningún mirador, sólo enormes rascacielos con verjas doradas y portero.

Los tacones de Jt-hye la animan a que cojamos un taxi para volver al Soho. Pasamos el resto de la noche en bares rodeados de británicos y perros muy bien educados. Jt-hye ha recorrido media Europa. Ha estado en otros lugares de Asia y en Nueva York. Participó en la organización del desfile de Custo en su Semana de la Moda. Pero, curiosamente, no hace ademán de pagar nada en toda la noche. Pienso, como tantas otras veces, en cómo conservan y mejoran su lugar, cediendo en elegancia, muchos hijos e hijas de la clase media

Pensando en cómo volver, nos anima a espera al último autobús una chica en una calle de Central. Es de Hong Kong y vive también en Caseway Bay. Gallie, no sé si tras una larga noche de bares, o por personalidad, derrocha simpatía. Nos pregunta de dónde venimos, qué hacemos, nos habla de Hong Kong. No sé si piensa que somos pareja. Pese a todo, al llegar al despedirnos en Times Square, se anima a darme su teléfono por si necesito ayuda o quiero ir a algún restaurante chino donde no entienda la carta.

Acompaño a Jt-Hye al edificio de su “service apartment”. Vuelvo a mi apartamento pensando. Vuelvo a sentirme un poco solo.

Subo esta entrada.

jueves, 23 de octubre de 2008

KFC (jueves 23 de octubre, madrugada del 24)


Nuca pensé que acabaría aquí. Después de siete veranos en Edimburgo y seis meses en Illinois evitándolo, aquí estoy. Estoy comiendo en un KFC en el Windsor House. Estoy comiendo dos pedazos grasientos de pollo frito y unas patatas mal peladas y cortadas con un guante de plástico. Pienso en cuántos pollos deben de ser descuartizados al día para todas las cadenas de comida rápida. Cuanto petróleo debe ser gastado para todo el plástico y el poliuretano. Cuánta agua y anhídrido carbónico para sus refrescos.

En el HMV hay una chica occidental muy guapa con melena larga castaña y gorra con visera. Tengo sueño. Al final me acosté a las 7 de la mañana después de subir la última entrada de este blog. A las 12 me levanto al oír el ruido de la chica de la limpieza filipina. Me tomo un vaso de agua con hipérico, un zumo de naranja y un plátano con algunos comprimidos y vitaminas,me ducho y salgo del apartamento. Me paso por el HMV. Entro al Windsor House.

Un chico con síndrome de Down limpia las mesas del KFC de la planta baja Windsor House. El Windsor House es un pulcro centro comercial de tiendas en tonos claros.

Cuando regreso a mi apartamento la chica de la limpieza filipina está limpiando la habitación de al lado. Me lavo la boca y me voy a hacer tiempo a la biblioteca.

Mientras espero a que devuelva El País un desconocido al que no llego a ver, leo en la edición norteamericana de Men’s Health que los últimos estudios demuestran que la venlafaxina y el prozac hacen poco más efecto que el azúcar. Ayer leí en Público que unos investigadores chinos han conseguido eliminar recuerdos traumáticos del cerebro de ratones.

La habitación ya está limpia. Llamo a mi madre al haber recibido varias llamadas desde ayer. Chateo con una china y una coreana. Intento eliminar de este blog el reproductor de Goear y cambiarlo por un más discreto Dewplayer, pero después de siete u ocho intentos me rindo.

Cuando la tristeza vuelve a apoderarse de mí, salgo. Camino por las calles de Hong Kong. Voy, como casi desde que llegué, con unos vaqueros que me piso y una camiseta de manga larga negra de Zara. Y mis viejas zapatillas Lacoste de piel, que compré hace dos años en Edimburgo, en una tienda de productos de temporadas anteriores, por 24€. Me doy cuenta que mis gafas valen más que toda la ropa que llevo. Ceno otra vez un poco de pollo y unas patatas fritas. Una chica pasea con su Collie miniatura. Otra chica se monta en un Mercedes SLK. Un Akita sale de un taller y me mira.

Redacto y subo esta entrada mientras escucho el último disco de Travis. Su primer single se llama Chinese Blues.

Dos semanas. Dos semanas más (miércoles 22 de octubre, amanecer del jueves)



Ya han pasado dos semanas desde que llegué a Hong Kong. Las cosas no han cambiado en exceso, sólo la geografía.

Difícilmente podría haber venido a un lugar más lejano del mundo, de mi mundo, mi anterior mundo. Pero los lugares los creamos nosotros, y yo aún no me he creado uno nuevo. Me siento como uno de esos mimos que intenta moverse mientras se lo impide a sí mismo con su mismo brazo.

En este cada vez más concurrido y menos privado diario comentan que escribo y vivo demasiado, demasiado deprisa. Y, sin embargo, desde hace años me siento paralizado, siento que vivo poco o no como me gustaría.

Un antiguo conocido de los tiempos de las batallas universitarias duda sobre dónde estás la complejidad. Puede ser, pero esté en el mundo o en mí mismo, el resultado es el mismo. No sé si importa.

Mientras, en estas dos semanas, los gobiernos de todo el mundo occidental comienzan a avalar y renacionalizar bancos. Y lo hacen como disculpándose, avalando a bancos que aún tienen beneficios. Comprando participaciones y deudas pidiendo perdón por intervenir. Quién iba imaginar hace tiempo que el FMI sugiriera que el Estado Español se hiciera dueño de parte de los bancos. Que en Estados Unidos el Gobierno Federal comprara e interviniera en empresas privadas. ¿No habíamos quedado que el capitalismo se regulaba solo? ¿No era anatema intervenir? ¿Lo mejor no era que desapareciera el Estado?

En España, el Gobierno propone que se cobre un mínimo de 47000€ para acceder a una vivienda de protección oficial.

El presidente del Banco Santander, Emilio Botín afirma, sin que en ningún momento se le note reírse, como cuando habla en inglés, que la crisis se debe a la avaricia de los bancos.

Al pobre Rajoy le sale todo mal. Le traicionan los navarros. Aznar hace de su primo y se ríe del cambio climático. Comete el error de dejar ver que no es un facha retrogrado. Y uno lo lamentaría por él si para gobernar no le importara dar la imagen de facha retrogrado, lanzar mensajes de facha retrogrado, proponer ideas de facha retrogrado. Así no deja de tener su gracia…

En mi lejana Castilla y León, su Gobierno Autonómico, el mismo que lleva más de dos décadas centrado fundamentalmente en que los jóvenes emigren y los viejos vayan desapareciendo lentamente en residencias privadas, ha decidido que también sobra entre un 10 y un 30% de los lobos. Con ellos van a ser menos indirectos y delicados. No van a tener residencias privadas.

Nada ha cambiado demasiado. En el mundo, en España, en Hong Kong.

Leo en el South China Morning Post que una empresa de venta de oro quiebra. Pero sus empleados están tranquilos. Les siguen pagando y siguen las ventas. Y así es. Las calles de Hong Kong están siempre llenas. Las personas hacen cola en los cajeros, entran y salen de las tiendas, abarrotan las mesas de sus restaurantes.

Nada ha cambiado demasiado. Vivo en parte con el dinero que obtuve de la venta de algunas acciones. Valían y valen menos de la mitad de lo que valieron. Pero no me importa, no es lo que más me importa en estos momentos. Cuado vivo sin trabajo y de préstamos.

Sólo espero poder despertarme totalmente de una maldita vez. Hacer que mis brazos no me paralicen ni se peleen. Vivir de verdad, aunque no sea demasiado ni demasiado deprisa. Construir un lugar nuevo. Aquí, en Hong Kong. En mi mente.

Mientras, en estas dos semanas, descubro un grupo de música nuevo, Vetusta Morla, al que tengo que oír más.

E intento que el último single del nuevo disco de Keane, un grupo tal vez sólo aceptable, me salve de las caídas de entrehoras. Intento que los coros de Spiralling me saquen de los pequeños pozos con una letra que podían haber escrito para mis cinco últimos años, para mis tres últimos años, para los ya casi últimos dos años.

Para estas dos semanas.

martes, 21 de octubre de 2008

Shirley in Soho (martes, 21 de octubre)

Una vez más, todo sucede como acostumbra. He quedado con Shirley, una chica hongkonesa de 27 años que he conocido a través de este peculiar submundo que es Internet. Una vez más, llego tarde. Las 2 de la tarde no parecía una hora como para no llegar, pero después de dormirme a las 5, y con mis superpoderes, todo es posible.

Hace un hermoso día soleado en Hong Kong. Esquivo a la gente sin apenas mirarla mientras mando un segundo mensaje con mi móvil disculpando el retraso caminando hacia el metro.

Llego sudoroso a Portobello, el bar al comienzo de la escalera mecánica del Soho donde me ha citado. Shirley es una chica agradable, con cierta elegancia. Es música, toca, me ha parecido entender, la tuba, el saxofón y un poco el piano. Trabaja dando clases particulares y está haciendo en internet una página para músicos.

Shirley ríe con naturalidad. Le hablo un poco de España y Europa. Ella me habla un poco de China. Me describe su nombre en chino, algo así como “La bella nieve amarilla”. Cómo tomando un pedazo de la nieve, la palabra se transforma en lluvia.

Tiene que ir no sé exactamente por qué a su estudio. Me lleva con confianza hasta él. No es más grande, pero tampoco más pequeño que mi “apartamento”. Y paga 1000 dólares menos en pleno Soho, junto al “escalator”. Tal vez un pequeño inconveniente sean las tres cucarachas que descansan panza arriba en su mínima cocina junto a una bandejita con veneno.

Me muestra un poco el Soho. Visitamos un HMV donde me recomienda algunas películas. “Body of lies” le ha parecido un poco demasiado política…¡!

Me despido de ella en el metro, tras haber pasado entre dos tiendas de Louis Vuitton y Loewe, con dos besos a la española, que ella entiende por haber estado en Francia. Son las seis y media de la tarde.

Ceno en Maxim's.

Camino por las calles de Hong Kong.

Entro en un Park’N Shop. Suena cierta música de ascensor que duda entre ponerme melancólico o eliminar algunas de mis maltrechas neuronas. Venden productos orgánicos de Waitrose, ese supermercado de clase alta que había en el barrio de Morningside en Edimburgo, y revistas británicas. Hay aceite Carbonell en la sección de productos de Italia. Compro 1,75 litros de zumo de naranja Tropicana de Estados Unidos, leche “The Dutch Lady” de Australia, unos bollos de chocolate de Corea, dos yogures de fresa con ácido linoleico conjugado de Malasia. La cajera se ríe junto a unas compañeras que están comiendo y me obliga a comer en su presencia el quesito que me regala.

Me conecto a Internet.

Como dos de los bollos de chocolate coreanos, que no están mal.

Subo esta entrada.

domingo, 19 de octubre de 2008

Noche y “Body of lies” (domingo 19 de octubre)


Salgo a de mi habitación para cenar algo a las 7 de la tarde, cuando la noche ha llegado ya a las calles de Hong Kong.

Ceno, como acostumbro, mi entrecot, con pollo a la vietnamita, patatas fritas, verduras a la plancha y cocacola , por 46 dólares, en mi ya habitual establecimiento de la misma cadena de comida rápida china.

Camino por las calles siempre llenas de Hong Kong. Compro el “Sunday Morning Post”.

A las diez de la noche entro en los UA Cinemas de Times Square a ver “Body of lies”. Salvo en dos excepciones, nunca he podido evitar ver las películas de Ridley Scott. Pese que sus últimas películas no hayan sido las obras maestras que dirigió al principio. Ésta, a la espera de su próxima película de ciencia-ficción, resulta interesante. Visualmente magnífica. Aunque el héroe se salve. Eran mucho más sabios y realistas los griegos.

Al menos, como acostumbra, el cine activa y reanima mi mente.

A la salida el cine, las luces de neón iluminan las calles.

El agua de la calle se pierde en una alcantarilla junto a un andamio de bambú.

El escaparate de la tienda de Loewe señala con un falso ocre el otoño.

La última “e” de Mercedes-Benz parpadea en un falso azul.

El seveneleven de mi calle sigue abierto.

Atravieso el pasadizo de mi edificio.

Bebo una Pepsi.

Chateo con una chica china.

Cuelgo esta entrada antes de correr alrededor del Estadio cuando son las dos y media de la madrugada en Hong Kong

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Subidas y bajadas (jueves a sábado del 16 al 18 de octubre)

No todos los momentos son iguales.

Por momentos, por unos instantes, durante unos minutos, siento que Hong Kong puede ser un lugar agradable en el que vivir durante un tiempo.

En otros, siento que aún no acabo de despertarme. De librarme del peso en el pesado, absurdo y estúpido saco que arrastro en mi interior desde hace más de dos años.

Paso muchas horas en mi habitación/apartamento de 11m2.

Pienso en cuántas horas ha dedicar una persona en el s. XXI a reconfigurar a volver a cargar su Windows después de que un virus espía lo infecte pese a los antivirus y antiespías.

Camino por las calles de Hong Kong.

Compro comprimidos de glutamina para intentar no envejecer demasiado en estos días en que mi juventud se esconde.

Duermo casi toda la tarde del jueves.

Vivo a base de leche, cereales, plátanos, manzanas, pharmaton, extracto de semillas de uva, comprimidos de alfalfa, levadura de cerveza, cola de caballo, ajo, gotas de hipérico y epilobio, agua, zumo de naranja, paracetamol, entrecots de cadenas de comida rápida chinas y pepsicola.

Leo El País del martes en la Biblioteca pública el viernes.

Añado algunos complementos y entradas a este blog.

Compro dos pequeñas pesas azules de plástico de 12 libras.

Leo el librito sobre la biografía y obra de Klimt y recuerdo otros momentos y una película indescriptible, pese a John Malkovich y la siempre atractiva Saffron Burrows, que mis compañeros del teatro de Edimburgo desconocían al señalársela en una fiesta.

Y esos recuerdos y otros, parece que inmortales, que mi estúpida mente se empeña en oír y visualizar de nuevo , que aún no consigo borrar o traspasar a una zona menos sensible de mi cerebro, también viven conmigo en mi apartamento de 11 m2.

Algunos sueños desconcertantes.

Cuando ha pasado ya más de una semana desde que he llegué a Hong Kong.

sábado, 18 de octubre de 2008

Hong Kong en Tranvía I (miércoles 15 de octubre)


Bajo de nuevo a Central pensando que debo volver al Soho... De día para conocerlo mejor. De noche, si hay suerte y surge la ocasión, para empezar a disfrutar un poco de Hong Kong y mi misma vida.

Hago cola detrás de un grupo de jóvenes y, sin saber exactamente adónde me llevará, me monto en un tranvía. Trabajadores que vuelven a sus casas, chinos con traje y chinas con vestidos, inmigrante filipinas, dos chicas occidentales. En el primer piso apenas hay espacio. Subo al segundo. La noche de Hong Kong se cruza ante mis ojos, frente a mi frente agachada y mi cuerpo, que parece por momentos grande en este tranvía.

Sí. Por momentos, por unos instantes, durante unos minutos, mientras el aire me da en la cara y autobuses y tranvías se cruzan ante mis ojos en la noche de Hong Kong, siento un poco recuperar un poco la libertad, con menos peso en el pesado, absurdo y estúpido saco que arrastro en mi interior desde hace más de dos años. Por momentos, por unos instantes, durante unos minutos, siento que Hong Kong puede ser un lugar agradable en el que vivir durante un tiempo. En el que conocer gente nueva y olvidar. O recordar sólo la enfermedad estando ya curado. Sin recordar el dolor.

Es hermoso atravesar la noche de Hong Kong en tranvía. Momentos, instantes, minutos de placer que permiten la soledad y 20 céntimos.

Soho I (miércoles 15 de octubre)


Me paso toda la mañana esperando tener internet. Llamo a la oficina. Me llama el filipino. En una hora estará en mi habitación. Cuando vuelvo a las 4 de ir a comer algo, está dentro. A la hora y media ya empiezo a estar un poco harto del filipino y levemente cínica amabilidad y de llevar una semana sin poder conectarme a internet con cdignidad. Bajo a hablar por teléfono.

Cuando vuelvo a mi habitación, él y su compañero me esperan con una sonrisa. No sé qué han hecho, pero parece que ya tengo Internet. No puedo evitar ofrecerles una Pepsi.

Subo algunas entradas y miro en qué lugar y a qué hora exactamente es el encuentro de la Sociedad Hispánica. Aparte de enviarles mi curriculum para ver si puedo ganar algún dinero dando clases y sobrevivir sin préstamos, parece una buena ocasión para saber de qué trata y conocer gente. Pero estoy cansado y acabo de recuperar Internet, por lo que, aunque veo que es a partir de las siete en un lugar del Soho, sigo conectado y después me echo un rato.

A las diez y media de la noche, por supuesto, no queda nadie en el lugar. Es más, el lugar, el Culture Club, que parece algo así como un bar/restaurante “cultural”, está cerrado. Pese a todo, no me arrepiento de haber venido. Ya sospechaba que sería demasiado tarde, pero quería salir del apartamento y moverme un poco por el Soho.

A las diez y media de la noche el Soho está ocupado por occidentales. Algunos bares y restaurantes están ya cerrados, pero en los que quedan abiertos se ven personas con pelo rubio y ojos claros.

El Soho parece un lugar interesante. Supone un pequeño esfuerzo físico llegar hasta esta zona desde central si no se usan sus escaleras mecánicas, al parecer las más largas del mundo. Todo son escaleras de piedra que suben y bajan. Taxis que han llegado hasta aquí no se sabe cómo. Sevenelevens. Bares. Restaurantes. Lugares aparentemente cool para occidentales con traje. Restos de tenderetes abiertos durante el día.

Oigo hablar a un grupito de españoles, pero su acento, que podría presuponer cierta clase social/ideológica, no me invita a participar de su conversación.

Veo iluminado el rascacielos que aparecía en “El Caballero Oscuro”

Mao me mira serio y extrañado desde un puesto callejero cerrado.

miércoles, 15 de octubre de 2008

Carrera nocturna (martes 14 de octubre, madrugada del miércoles)


Al llegar del cine me siento con las fuerzas necesarias para ir a correr por primera vez en Hong Kong. Las calles junto al estadio están casi desiertas, pero pese a ello parecen, o me parecen, seguras.

Corro alrededor del Estadio de Hong Kong en obras. Corro alrededor del “Recreative Indian Center. Corro junto al hospital público “Tung Wah Eastern Hospital”, junto a canchas de tenis y campos de fútbol, junto al hospital privado “St. Paul’s Hospital”.

Corro escuchando “The origin of symmetry”. Los rascacielos parecen mirarme extrañados desde las colinas de Hong Kong.

Painted Skin (martes 14 de octubre)


Como ya casi era de esperar, de nuevo o ya de viejo, compruebo que no tengo internet una vez más. Me echo sobre la cama. Aunque mientras cenaba en el maxim's se me habían ocurrido algunos versos no tengo ganas de intentar nada ni puedo evitar ponerme un poco triste pensando un poco en lo de siempre.

Pese a todo, consigo al menos volver a vestirme e intentar ver una película. Pero como todo parece venir de la mano, y mi cabeza no facilita nada, me confundo de hora y la película que había pensado ver ha empezado hace 20 minutos en los cines de Times Square. Venga, sigamos intentándolo. Y aunque mi orientación tampoco acompaña, consigo encontrar los JP Cinema sobre el Wellcome 24 horas. Y quizás, como pequeño regalo por mi perseverancia, empieza en quince minutos. Hago tiempo comprando unas gominotas en el Wellcome y haciéndome invitar a un refresco (en este caso un Lucozade de frutas de verano, de sabor un poco espantoso, pero con guaraná, ginseng y cafeína), como últimamente hago, pagando las gominolas mientras me lo bebo con cara de occidental despreocupado.

La sala de cine es bastante amplia, aunque la pantalla resulte tal vez demasiado grande. Antes de la película echan algunos trailers de películas norteamericanas. El último musical juvenil de la Disney parece devolverle su perdida y últimamente recobrada capacidad de provocar miedo.

Painted Skin es una película supuestamente basada en un cuento popular chino del S. XVIII, en la que saltan a lo “Tigre y Dragón”, con demonios con forma humana y algún efecto especial. Además de un aire involuntariamente “camp” y una dirección y montaje un tanto “naïve”, siendo benévolos. El final es un poco a lo Romeo y Julieta, aunque resucitando todos, salvo, claro, la pareja de demonios.

Pese a todo, es fácil reconocer, más allá de Propp, algunos paralelismos con los libros de caballería europeos en sus personajes y figuras, aunque encuentro que la gente se ríe en supuestos momentos cómicos de manera desconcertante.

También resulta curiosa la imagen, supongo que contenida en el cuento, de la bella mujer demonio que, para mantener joven su piel humana, debe devorar corazones, mientras intenta mantener una ambigua y siempre complicada imagen de mujer socialmente encantadora y seductora. En fin, la vida y el mundo son muy complejos, en España y en China, ahora y hace 400 años.

Zhou Xun, la actriz demonio/protagonista, realmente bella.

Chinos y chinas (martes 14 de octubre)

El día se presenta algo absurdo. Parece que dispongo de Internet durante algunas horas, pero luego se pierde la conexión. Fuera, en el pasillo, está sentada la que desde el lunes parece mi nueva y “simpática” compañera de piso/habitación, esperando a que el filipino consiga conectarla. No sé exactamente de qué nacionalidad es, aunque habla en inglés mucho mejor que yo. Oculta su pelo negro occidental bajo el tono oxigenado de una Madonna años ochenta. Decido ducharme y salir a la calle.

Tengo el ánimo un poco bajo. Poco a poco, sigo en mi tarea de reconocimiento de Causeway Bay. Atravesando su mercadillo de ropa me fijo en una chica realmente bonita que camina delante de mí.

Compruebo que entre los chinos y las chinas, en comparación con Europa, y mucho más con los Estados Unidos, apenas hay obesidad. Ellos apenas tienen vello corporal y pienso que, siguiendo las reglas del márketing, para diferenciarme, seguiré con barba. Intentaré “posicionarme” como “occidental con vello facial”. Como prototipo latino lo veo más complicado. También tienen el pelo muy liso y, muchos de los jóvenes, lo llevan un poco “estilo manga”, con flequillos lisos formados por dos o tres mechones. Ahí también voy a ser occidental. Y si algún investigador no lo remedia, cada día de manera menos discreta.

En cualquier caso, habiendo, como en todas partes, todo tipo de personas, en Hong Kongveo china realmente bonitas con unos cuerpos estupendos, largas melenas lisas, faldas cortas y botas de caña.

Ceno sobre las siete de la tarde un set de entrecot, pollo frito a la vietnamita, algunos vegetales y patatas fritas y un sprite, por apenas 4,5 euros, sentado frente a la gran ventana de un maxim's.

Como no hay ninguna película china que empiece en esos momentos en los “UA Cinemas” de Times Square, regreso a mi apartamento.

Central (lunes 13 de octubre)


El centro financiero de de Hong Kong surge ante mis ojos desde la parada de metro de Central. Está anocheciendo. Los rascacielos y las luces de neón se yerguen ante mis ojos. Decenas de personas caminan de un lado a otro.

En Central viejos edificios y rascacielos de arquitectura imposible se mezclan con modernos rascacielos que rozan el cielo y ocultan el reflejo de la ciudad en sus grandes y opacos ventanales.

En el centro de Hong Kong hay más occidentales. A las 6 de la tarde salen del trabajo o toman cervezas en las barras de los bares aparentemente occidentales de Hong Kong.

Envejecidas escaleras de piedra, escasos testigos de su pasado colonial, desembocan y surgen de las avenidas principales. Empedradas calles invadidas por pequeños puestos se entremezclan con grandes avenidas poseídas por grandes centros comerciales.

El centro de Hong Kong parece lleno de una extraña y contradictoria vida.

El metro (lunes 13 de octubre)


El metro de Hong Kong es el mejor que he conocido. Decenas de personas se sumergen en sus túneles, suben y bajan sus escaleras mecánicas, acercan sus carteras al lector de la entrada para que lea automáticamente a través de la piel y la distancia su tarjeta Octopus, las acercan de nuevo a la salida para que calcule el trayecto y el precio a cobrar.

El metro de Hong Kong parece el metro del futuro de Chicago. Recorre sus islas y permite hacer gran parte de sus trayectos por apenas 0,4€. Avisa de las estaciones en dos idiomas. Te acaricia la cara con su aire acondicionado.

El metro de Hong Kong pinta los pasillos y túneles de sus estaciones de colores: naranja, morado, verde… cada estación tiene cuatro o cinco salidas que están rodeadas de tiendas infinitas, que van a dar a gigantescos centros comerciales.

El metro de Hong Kong llega cada minuto o dos minutos. Grandes mamparas de cristal protegen sus vías. En el metro de Hong Kong es muy difícil suicidarse.

Miro las caras, ropas, peinados y móviles de decenas de hongkoneses mientras viajo en el metro de Hong Kong.

La luna entre los rascacielos en domingo (domingo 12 de octubre)


Es domingo y aún no tengo internet. Me levanto tarde. Desayuno. Leo el librito con la biografía y obra de Gauguin y, aunque su obra me gusta, no me acaba de caer bien como persona. Creo que hay aparentemente más verdad en su obra que en sus palabras o su vida. Y no sé que verdad es ésa. Creo que, entonces, hay menos verdad en su obra.

Cuando salgo a la calle está de nuevo anocheciendo. Decido probar a comer/cenar en un pequeño restaurante local, pero es un error. Lo que creía que era un pescado a la brasa son unas duras, secas y frías rodajas de pescado en una salsa que no sé si es de soja que le da cierto sabor a castaña pilonga. Intento parecer educado y le pido que me de un envase para llevármelo.

Tras tirar, lamentando tirar parte de lo que fue un ser vivo, mi cena en una papelera, camino hasta Wan Chai. Allí me compro dos pinchos de pollo a la brasa en un puesto callejero donde me atiende en inglés un joven muy simpático y con mucha pluma.

Mi sentido arácnido de orientación me lleva involuntariamente hasta Fortress Hill. Todo son grandes avenidas, supermercados y galerías comerciales.

Apunto una vez más la tristeza en mi agenda de los últimos dos o cuatro años al ver la luna entre las nubes y los rascacielos.

Decido volver a mi apartamento.

domingo, 12 de octubre de 2008

Biblioteca Central (sábado 11 de octubre, mañana del domingo)


Para sorpresa de mi apenas existente sentido de la orientación, descubro que también vivo a varios minutos de la Biblioteca Central de Hong Kong.

La Biblioteca Central de Hong Kong resulta ser la mejor biblioteca pública que jamás haya visto. Mejor, por supuesto, que la biblioteca de Castilla y León, mejor que la biblioteca de Wicker Park en Chicago, mejor que las diferentes bibliotecas de Barcelona, que la biblioteca de Bergen en Noruega. Con la misma estructura que el centro comercial de Times Square, dispone de nueve plantas comunicadas por escaleras automáticas y tres ascensores con grandes mamparas de cristal. Todo está en chino e inglés, hay terminales de consulta táctiles cada pocos metros, amplias secciones en los dos idiomas, un centro de idiomas extranjeros y otro de arte, la mayor parte de las revistas británicas e internacionales que uno podría encontrar en un kiosco de Londres. Todos está ordenado, impoluto, hay personas de todas las edades consultando revistas y periódicos, estudiando, buscando libros, conectados a Internet. Todos están silencio. Y encuentro libros que un occidental desinformado no esperaría encontrar aquí: sobre el futuro de la democracia en China, sobre el capitalismo, de educación sexual para jóvenes, de Chomsky… Una de las vigilantes me indica amablemente que está prohibido hacer fotos.

Dentro del marasmo capitalista que resulta Hong Kong, es admirable comprobar la inversión económica que ha supuesto esta biblioteca. Una biblioteca pública. Sus respetuosos y educados usuarios.

Antes de regresar a mi apartamento, compro el “South China Morning Post” para echar una ojeada a su sección de clasificados y compruebo definitivamente lo cerca que vivo de todo esto, lo cerca que vivo también de Times Square y la dificultad que entraña perderse como habitualmente hago.

En mi habitación, consigo conectarme a una señal wifi durante unas horas, chateo con un conocido que trabaja en Chile, subo algunas entradas del blog, me quedo dormido sobre la cama, leo el librito sobre la biografía y obra de Munch, me acuerdo de mi estancia en Noruega, leo sobre la relación de Munch con Tulla, desayuno leche neozelandesa (espero que sin melanina) con cereales filipinos Nestlé válidos para musulmanes, redacto esta entrada.

Alrededores noche (sábado 11 de octubre)


Paso gran parte del día en mi habitación.

Por la noche me quedé dormido sobre la cama durante unas horas. Hablé de madrugada con mi madre. Leí varios capítulos de la biografía de Freud. Me acosté de nuevo al amanecer.

A las seis de la tarde, después de que el hombre filipino me haya vuelto a recordar que olvidé la llave fuera y me haya vuelto a asegurar que tendré internet al día siguiente, salgo a dar una vuelta. Está anocheciendo.

Caminando por los alrededores de mi apartamento, descubro que, en dirección contraria al centro comercial de Causeway, vivo a cinco minutos del estadio de Hong Kong y del St. Pauls Hospital.

Como por unos 4 euros un muy aceptable filete de ternera y una cocacola (dejando sin tocar el plato de arroz con sus salsa) en un establecimiento de una cadena de comida rápida china de luminosos colores naranjas. Una de sus empleadas me indica que no puedo hacer fotos

Por momentos, me siento, si no feliz, sí menos triste. Pienso que no ha sido mala idea venir a Hong Kong. Que, busque lo que busque, encuentre lo que encuentre, es mejor que, mientras, en el camino, aunque la felicidad aún no me habite, hasta que la felicidad me habite conocer lugares nuevos, otras formas de la realidad y la existencia.

Y no dejo de lamentar, aún, que esté siendo como está siendo, cuando podría haber sido de tantas otras y mejores maneras. Cuando mi soledad y otras soledades podrían haberse encontrado y viajado juntas. Pero mi corazón empieza a comprender ya, meses y años después de que lo comprendiera mi cabeza, que quien ha tenido oportunidad de estar aquí, ahora, conmigo, y no lo ha hecho, no debe estar aquí, ahora, conmigo, y que no por ello, más allá de la ausencia de la felicidad total y la perfección, debo dejar de hacer este camino. Debo rendirme. Aunque en mi minúscula habitación la cama resulte tan grande.

I am lost in Hong Kong (viernes 10 de octubre)


A las nueve y media de la mañana llama a mi puerta la pareja de filipinos. Me he olvidado las llaves fuera.

Desayuno. Leo. Me ducho. Y decido intentar orientarme un poco en esta ciudad de una maldita vez.

No sé cómo vuelvo a estar en Wan Chai. Atravieso una avenida llena de ferreterías. Entro en el “Computer Center”, un edificio de tres plantas en las que pequeños cubículos hacen de tiendas de ordenadores, material electrónico, programas y películas piratas. En una esquina, un hombre me llama para entrar en una tienda con las ventanas tapadas y discretas pero visibles fotos de mujeres en ropa interior.

Cruzo un mercado de carne, pescado y verduras. No puedo evitar ponerme triste al ver latir el corazón de un pez cortado longitudinalmente. Las gambas saltan de las cajas llenas de miedo y vacías de aire. Hay cabezas de peces separadas de sus cuerpos que aún respiran.

Después de recorrer las 9 plantas de los almacenes japoneses Sogo, que hacen que el Corte Inglés sea un establecimiento pobre y desclasado, regreso a mi apartamento atravesando un mercadillo de tiendas de ropa. Mi ya casi compañero de piso filipino me acepta una Pepsi. Después de algunas horas de intentarlo, me comenta que tendré internet al día siguiente.

Opto por intentar conectarme a alguna red en la calle. Recorro las calles sin éxito. Me siento en las poyatas de piedra de los grandes edificios de oficinas. Y hay docenas de redes, pero las que están abiertas tampoco me permiten navegar.

Descubro que en Hong Kong no hay bancos para sentarse. Que no está permitido sentarse en poyatas o escaleras. Las decenas, los cientos de personas, van y vienen del trabajo. Van y vienen de compras. Se sientan en restaurantes y bares. Pero no es fácil sentarse sencillamente y de manera gratuita en la calle.

Cuando he pensado rendirme ya en varias ocasiones, después de haber gastado ya la mitad de la batería de mi portátil y ponerme un poco triste y ver a parejas caminar de la mano, consigo conectarme sentado en la poyata y oculto tras la columna del “Regal Hotel”.

Veo como el capitalismo aparenta hundirse. Consigo subir algunas entradas de este blog.

En el mercadillo de ropa he visto una camiseta con un letrero que decía: “I am lost in Hong kong”.

¿Qué es Occidente? II (jueves 9 de octubre)


Pero Occidente, sí, y Oriente, también son esto.

Una vez más vuelvo a perderme en mi regreso.

Entro en una pequeña tienda de discos. Venden por el equivalente a 3 euros películas recién estrenadas en España en formato video cd. Extrañas versiones de grupos y cantantes occidentales con sus dos o tres últimos discos por otros 3 o 4 euros. Películas pornográficas orientales con portadas escalofriantes.

No sé bien cómo, vuelvo a estar en “Wan Chai”, junto a “Admiralty”. Las calles están ocupadas por nightclubs y chicas muy jóvenes sentadas a sus puertas. Una mujer de mediana edad me invita a entrar en uno. Hombres occidentales caminan entre ellos y hablan con grandes sonrisas con ellas. Al pasar frente a uno de estos nightclubs escucho a dos personas cantar desafinadamente “My Way”.

Regreso a mi zona en autobús. Una vez allí, a la media hora, vuelvo a preguntar. Dos inspectores de autobús me hacen un pequeño plano después de hablar diez minutos entre ellos en chino.

Ceno leche con Cadbury y cereales con chocolate de Nestlé, hechos en Filipinas, y con el sello halal. Me vuelvo a duchar. Leo un poco de la biografía de Freud. Intento dormir. Pasadas una o dos horas me quedo dormido.

¿Qué es Occidente? (Jueves 9 de octubre)


Hermès, Salvatore Ferragno, Chanel, Rolex. Todas las marcas de lujo occidentales rodean mi calle. Devoran las calles de Hong Kong.

Mercedes, Bentley, Porche, Ferrari. Ahora, cuando el capitalismo parece enfermar o derrumbarse una vez más, Hong Kong parece ajena a todo ello. A las 9 de la noche una multitud camina por sus calles. Todos parecen estar saliendo del trabajo, yendo a cenar a sus innumerables restaurantes, comprando.

Miu Miu, Louis Vuitton. Hong Kong parece mucho más viva y poderosa que Chicago. Frente a sus zonas deprimidas, la inmigración hispana que va tomando poco a poco, desde sus estamentos más bajos, el poder, Hong Kong, China, los chinos, parecen haberse apropiado del capitalismo.

Paul Smith, Camper, Vivienne Westood. Apenas llevo un día aquí. Nunca he sabido lo que es exactamente occidente. Pero caminando por la calles de Hong Kong siento que la sociedad capitalista occidental está más presente aquí que en ningún sitio.

Swarovski, Omega, The Body Shop. Caminando entre las calles y tiendas de Hong Kong llego al ”Times Square Center”. En mi escaso conocer del mundo, sin haber estado nunca en Nueva York, nunca he visto antes un centro comercial como éste. James Bond mira seriamente desde un imponente cartel. Elisabeth Hurley habla sobre su piel en una gigantesca pantalla. Tres ascensores suben y bajan dentro de sus cilindros de cristal. Jóvenes vestidas de princesas occidentales caminan por las nueve plantas del centro con sus bolsas, sus bolsos y sus novios.

No estoy en mi momento más estético ni mental ni físicamente, y la maravillosa compañía de vuelos baratos irlandesa no ha ayudado, pero me resultaría muy difícil ser más “cool” que los visitantes de este “Times Square Center” de mármol y metacrilato.

Gucci, Zara, chicos con gafas de montura negra, chicas con largas melenas y minifaldas, televisores planos de 12000 euros.

viernes, 10 de octubre de 2008

En Hong Kong (jueves 9 de octubre).

Me despierto a las 6 de la mañana. Ordeno las pocas cosas que he traído, algo que, pese todo, me resulta levemente complicado en tan escaso espacio, aunque mi último entrenamiento en habitaciones pequeñas parece haber dado algún resultado. Hablo con mi madre.

Salgo para comprar algunas cosas, entre ellas una toalla para poder ducharme después de no hacerlo en tres días. Alrededor de mi apartamento hay todas las tiendas y marcas occidentales que uno pueda imaginar. En un cine echan “Vicky, Cristina, Barcelona” con subtítulos en chino.

Entro en un “Wellcome” y compro huevos ecológicos, aceite de girasol, casi un litro de leche fresca de Nestlé y chocolate en polvo Cadbury a precios no precisamente económicos. De hecho, frente a otras cosas, la leche, los huevos y el aceite parecen ser objetos de lujo por su precio, supongo que por no ser aún muy habituales. También compro un poco de carne, sal, pepsi, una especie de yogures probióticos chinos, dos cuchillos, un tazón, dos vasos, un plato, un trapo de cocina, la toalla.

Contra todo pronóstico, regreso a mi apartamento sin perderme. En el piso del que forma parte mi apartamento/habitación hay dos trabajadores filipinos, un hombre y una mujer, dando los últimos detalles. El hombre filipino es muy simpático y hablamos un poco. Sobre Hong Kong, sobre el idioma chino (él tampoco lo habla) y los chinos. Sobre las palabras españolas que aún quedan en tagalo. Le pregunto si podría ponerme algo sobre la ropa colgada en perchas para que la grasa y los olores de la supuesta cocina, a medio metro, no vayan directamente sobre ella. Me cuelga una cortina color verde manzana de Ikea. Me dice que Internet estará en uno o dos días.

Me hago la carne que he comprado en el curioso aparato multiusos que hace de “mi cocina”. Me ducho. Redacto varias entradas de este blog.

Yo, el mismo, de nuevo, buscando en otro lugar (jueves 9 de octubre)


Aquí estoy. En Hong Kong. En ésta mi cada vez más desconcertante vida. En este cubículo de 11 m2. Con su cama doble, su televisión y dvd. Con su pila/lavabo y su pequeña nevera. Su microondas y su cocina/”aparato para todo”. Su hervidor eléctrico. Su “cuarto de baño” con su ducha. Su perchero/armario. Su escritorio. Aquí estoy respirando su aire acondicionado. Esperando su conexión a Internet. Recién despertado en sus 11 m2.

Aquí estoy, con mis dos libros de residente en Hong Kong. Una guía de China. La poesía completa de César vallejo y Cernuda. Poeta en Nueva York. El arte de amar. El “resumen” de la biografía de Freud de unas 700 páginas. Con Veinte poemas de amor y una canción desesperada. Dos libritos de psicología de Xavier Guix. Los resúmenes de la vida y obra de Delacroix, Klimt, Tiziano, Munch, Rafael y Gauguin del diario Público. La corrosión del carácter. Tus zonas erróneas. La tierra es plana. Los 100 secretos para triunfar de David Nieven. Varias decenas de artículos que recorté del periódico.

Aquí estoy, con mi minoxidil. Mi nuevo champú del Instituto Tecnológico de Hong Kong y mis geles de carbón vegetal. Mi Cetaphil. Mi reductor abdominal del Mercadona. Mis cremas para la cara y los ojos. Mi “Quasar Adventure”. Mi “Colgate Total Withening”. Mis píldoras de alfalfa, semilla y piel de uva, cola de caballo, levadura de cerveza ajo, spirulina y vitaminas. Mi hipérico, mi epilobio. Aquí estoy con mi paracetamol, mi Pharmaton Complex.

Aquí estoy, intentando forzarme a cuidar mi cuerpo y mi mente cuando no tengo todas las fuerzas y ganas deseables. Al otro extremo del mundo del que era y, tal vez, es mi mundo. Buscando un nuevo mundo, un nuevo cuerpo, una nueva mente. Buscándome otra vez a mí mismo en este mundo que me resulta tan complejo.

Buscando el cielo con personas amables entre tiendas y centros comerciales (miércoles 8 de octubre).

Después de que la bonita chica/china me acompañe a sacar el dinero de un cajero y yo a ella a su oficina en un lujoso rascacielos para firmar el contrato y que me dieran una copia de las llaves, decido ir a hacer la primera visita y comprar algunas cosas.

Compruebo cómo incluso en no excesivamente grandes supermercados y tiendas de cosmética hay, aunque con diferentes envases, los mismo productos de las mismas compañías occidentales, más algunos otros chinos y japoneses. Y cómo, además de los típicos remedios y productos chinos, tienen aún más variedad de productos de homeoterapia, con una infinidad de marcas y modelos de comprimidos de vitaminas, creatina, adegazantes, ácidos grasos… Compro un champú que parece estupendo hecho en el Instituto Tecnológico de Hong Kong y un gel y un jabón para la cara hechos a base, entre otras cosas, de carbón vegetal. También cuatro plátanos, dos manzanas y media sandía.

Y, una vez más, mi sentido de la orientación vuelve a delatarme. Sabía que tardaría un poco encontrar el camino de regreso (y aunque no he andado mucho), pero después de buscar mi calle con varios kilos de peso durante más de un a hora, estoy ya un poco harto. Las personas a las que pregunto no parecen entenderme o saber dónde está mi calle.

Opto por entrar, como siempre que estoy perdido y tengo hambre en un país extranjero, donde nunca entraría en mi propio país, en un Mcdonalds. Allí el mánager que me atiende tampoco conoce o entiende mi calle. Un chico amable, grande y lento me lleva mi patética bandeja a una mesa libre.

Al poco, un joven china con traje de falda y chaqueta, me pregunta si puede sentarse. Le digo que por su puesto y, de paso, aprovecho para preguntarle si sabe dónde está mi calle. Me contesta que no es de la zona, pero que o mirará y teclea el nombre con sus largas y cuidadas uñas en la pantalla táctil de su móvil Htc. Lo intenta también con caracteres chinos. Pero tampoco hay suerte. Curiosamente no parece encontrar “Heaven”, mi calle.

La chica es muy agradable y no se da por vencida. Me dice que llamará a una persona. Le digo que no pasa nada, que cene, que se le quedará la comida fría. Sonríe y llama. La persona con la que habla en chino tampoco parece saber dónde está mi calle. Finalmente, compruebo cómo está escrito el nombre en mis llaves. Es “Haven”, no “Heaven”. Así es mi vida. Su conocido/a ya sí la encuentra. La chica me dice que ya no estoy en “Causeway Bay”, sino en “Waichan”, a unos veinte minutos andando, que lo más sencillo es que coja un taxi y me escribe la dirección en inglés y en chino en una tarjeta de su trabajo. Es “Business Manager” para “Prudential”, una aseguradora británica. Me dice que, si necesito algo en Hong Kong, ya tengo su teléfono.

La chica es muy amable y hablamos un poco. Se llama “Tang Wai Yin Joey”. El último es su nombre inglés. De niños escogen uno a su elección en esa lengua. Me comenta divertida que sabe que también puede ser un nombre masculino y que en Australia se usa para los cachorros de canguro. Me pregunta que de dónde soy y el motivo de mi viaje. Cuando le respondo que tal vez busque un trabajo como profesor de español, me habla de un australiano que es profesor de inglés y vino con simplemente como turista con su pasaporte como yo. Me detalla que lo conoció en su “iglesia”, y me pregunta por mi religión. Creo que la decepciono un poco cuando le comento que me temo que de ninguna. Ella es cristiana desde hace dos años, aunque no me sabe especificar de qué clase más allá de que es de la Iglesia Cristiana de China.

Salimos juntos del Mcdonald's. Me pide un taxi y se despide sonriente de mí.

Al llegar por fin a mi “apartamento” todo parece terminado. El aire acondicionado está demasiado fuerte y lo bajo un poco. Después de tres días de viaje me quedo dormido vestido y con la luz encendida en cuanto me echo sobre la cama.

Encontrando alojamiento con personas amables entre autopistas y centros comerciales (miércoles 8 de octubre)

Cuando me parece que ya estoy cerca de Wan Chai pregunto a un hombre de unos sesenta años con una Blackberry y un Nokia, pero me dice que espere varias paradas. Al poco me veo en medio de una conversación con una chica china, un matrimonio de profesores ingleses, dos mujeres filipinas y el familiar al que han ido a visitar, todos menos la chica china de unos sesenta años. La chica de la agencia vendrá a buscarme a la parada del autobús después de que le haya preguntado la dirección exacta la chica china, las dos mujeres filipinas y su familiar mientras el matrimonio inglés me decía que la gente aquí era muy amable y Hong Kong un lugar increíble, me felicitaban por la victoria de Fernando Alonso ( en la última carrera que desconocía de igual manera que el resto) y por Rafa Nadal y me comentaban que hay un colegio inglés en Valladolid, aunque quizás eso era en el 91.

Mi pantalón cargo rojo, mi camiseta naranja y una gran maleta parecen ayudar a la chica de la agencia a reconocerme. Una chica preciosa de unos veintitantos años, con vaqueros, una blusa negra satinada y un pequeño bolso también negro y de charol.

La bonita chica/china de la agencia me lleva entre los rascacielos, pequeñas tiendas, grandes centros comerciales y anuncios de compañías occidentales hasta un estrecho callejón con pequeños y poco lustrosos restaurantes y personas comiendo con palillos en cuencos en sus terrazas. Abre una gran puerta de metal gracias a la clave de seguridad. Subimos por el viejo edificio en un nuevo ascensor digital. En el piso séptimo abre una nueva puerta de metal, otra puerta de seguridad y decido quedarme por 6500 HD (unos 600€) al mes una habitación de 120 pies cuadrados (unos 11 m2). En lo que me he decido por una de las habitaciones la chica de la agencia alquila mi primera opción. Son las dos más caras pero parece que sus ventanas dan a algo parecido a la calle y entra el sol.

Todo en las habitaciones es nuevo y aún faltan de montar algunas cosas y hacer limpieza, por lo que me invita a dejar allí la maleta y a volver a partir de las cinco y media de la tarde, cuando estará ya disponible.

Aterrizando (miércoles 8 de octubre)

Todo parece nuevo, minimalista y ultramoderno en el aeropuerto de Hong Kong. Lo que no está recién construido parece estar construyéndose en ese mismo momento. Hay anuncios de ropa con jóvenes y modernos chinos como protagonistas. También de seguros con fotos de niños occidentales. Durante el recorrido por sus pasillos no deja de sonar el tono de mensaje recibido de Nokia.

Un metro vertiginoso y bilingüe nos lleva de un extremo al otro del aeropuerto. Un amable y serio agente de aduanas me sella el pasaporte rápidamente y sin preguntas. Un grupo de militares me mira también serio al verme traspasar con mi gran maleta la salida para pasajeros sin nada que declarar sin decirme tampoco nada.

En el enorme hall del aeropuerto puedo ver ya anuncios de compañías occidentales, sevenelevens, un Burguer-King, una tienda de prensa de Relay, algunas tiendas de lo que parecen cadenas chinas muy bien aprendidas. En ellas hay productos chinos, aunque casi más occidentales, con unos precios, en general, sólo un poco menores que en España y supongo que inalcanzables para la mayor parte de los chinos continentales.

Saco dólares hongkoneses de un cajero y compro una tarjeta telefónica china para el móvil. Dejo sin especial miedo el carrito con la maleta y el portátil a la entrada de la terraza del Burguer-King donde desayuno rodeado de personas unas patatas fritas y unos aros de cebolla con una cocacola. Consigo hablar con una persona de la agencia de “service apartments” y concierto una cita con ella en un lugar que no entiendo bien y que creo que está en Wan Chai.

Antes de montarme en el autobús A11 me compro una tarjeta monedero “Octopus”, con la que, he leído, se puede viajar en todo el transporte público y pagar en unos cuantos comercios.

La geografía hasta la isla de Hong Kong es una sucesión de vegetación tropical, autopistas, puentes y fábricas. A la salida del aeropuerto me reciben dos grandes carteles de Lâncome y Estée Lauder con Juliette Binoche y Elisabeth Hurley. A la llegada a Hong Kong veo un centro comercial en construcción con un gran cartel con una niña que dice “More shops, more fun”. Me resulta difícil de decir en qué se diferencia de Europa y Estados Unidos esta China comunista.

Volando (martes 7 de octubre, madrugada del miércoles)


Atravieso toda Europa durante ocho horas en un avión de Jet-Airways apenas ocupado para llegar a Bombay. El sueño que no quiso o pudo llegar en el aeropuerto de Londres me vence. Juego también a la consola del avión. Apenas pruebo la comida.

Viajo adonde no viajé para no quedarme. En un viaje que no debería de haber sido éste y que no sería éste si hubiera sido. Veo como la noche devora la línea del horizonte desde mi ventana.

En el aeropuerto de Bombay me monto no sé bien por qué en un autobús lleno de personas mayores que son ayudadas por el personal de la compañía. Una pantalla proyecta anuncios de películas de Bolywood. Los militares, hombres y mujeres, del control lucen un vistoso uniforme color oliva. Parece como si el aeropuerto hubiera sido construido hace décadas y remendado cada cierto tiempo. Una mujer con ropa tradicional pasa una mopa seca sobre unas escaleras. Entre unas paredes prefabricadas hay un pequeño templo que en occidente parecería anunciar la navidad. Los pasajeros de mi vuelo que hacen trasbordo como yo, la mayor parte hombres occidentales con destino a Bangkok, parecen ir sutilmente disfrazados de turistas sexuales. Uno de ellos, de unos cincuenta años, lleva una mochila de la que sobresale un osito de peluche y sombrero de vaquero.

Apenas tengo tiempo de pasar los controles y embarco a las 00:30 locales con destino a Hong Kong. Los azafatos de Jet-Airways parecen jóvenes y discretos galanes de Bolywood. Las azafatas, gitanillas sonrientes en unos alegres y chillones uniformes amarillos. Todos son muy amables. En este vuelo hay aún menos mujeres viajando.

martes, 7 de octubre de 2008

Aeropuertos (lunes 6 de octubre, madrugada del martes)


Todos los aeropuertos se parecen. La maravillosa compañía de vuelos baratos irlandesa ha conseguido lo que parecía imposible: que viaje casi sin nada. Lo consideraré un favor del destino, que últimamente tan pocos favores me hace…

Todos los aeropuertos se parecen. En los más grandes, las bifurcaciones de sus terminales parecen girar sobre sí mismas como intestinos… Me dejo engullir por el engañosamente no tan grande de Stansted, en el que he estado con diversos motivos tantas veces… Cojo un autobús de National Express para desplazarme al de Heathrow.

Todos los aeropuertos se parecen y sus tiendas, y las personas parecen estar solas y desubicadas en todos ellos. La terminal 3 de Heathrow está llena de pakistaníes, indios y orientales. Unas muchachas con burka toman sonrientes unas cocacolas y unas “walkers”.Yo compro en un “Boots” un refresco de limones sicilianos que dice no tener sabores o colorantes artificiales mientras que, entre sus preservadores y edulcorantes artificiales, me advierte en negrita que tiene sulfuro de dióxido.

A las 11 de la noche, las luces verdes y violetas del exterior del aeropuerto tampoco parecen naturales. Las másquinas abrillantadoras, los grandes carteles amarillos, los secadores de manos…

A las 12 casi está solo y abandonado el mismo aeropuerto. Apenas unas cuantas personas le hacemos compañía desde nuestras respectivas soledades. Pasaré solo la noche en el aeropuerto como tantas otras veces. Esperaremos solos a que llegue un nuevo despegue o un nuevo día.

sábado, 4 de octubre de 2008

Comenzando. Una vez más (jueves 2 de octubre, madrugada del viernes)


Leo un artículo de Francisco Mora, en un Cultural de noviembre de 2005, de entre toda las prensa que he conservado estos casi tres años en una clase de intelectualoide Síndrome de Diógenes.

Este catedrático en fisiología afirma que el proceso de envejecimiento comienza alrededor de los treinta años. Dice que es “la edad a la que la sociedad, la familia, los amigos ubican definitivamente al individuo en el papel que va a tener en el futuro. Es la edad, además, en la que se orienta ya una reproducción realizada, el cuidado de los hijos y el mantenimiento, en progresión si se quiere, de posiciones sociales o de otro tipo ya alcanzadas o inmediatamente por alcanzar. Y es ahí cuando comienza el proceso de envejecimiento del individuo humano, en particular de su cerebro…”

Y aquí estoy yo. A cuatro días de irme a Hong Kong. Sin poseer nada de lo mencionado. Y no por un prurito de moderno, radical o bohemio. No. No me importaría saber dónde estoy. Estar en algún sitio. No me importaría poder hablar de una “reproducción realizada”. Haber encontrado la persona con quien realizarla.

Y tampoco me voy ya como aquel que era con apenas veinte años cuando fui un verano a trabajar en lo que saliera en Inglaterra, con mi inglés de enseñanza obligatoria española (que es una bonita forma de llamar a la falta de conocimiento en idiomas), ni cuando apenas a un mes de mi vuelta me fui como tantos jóvenes europeos de clase media (en mi caso más bien media-baja) a estudiar o lo que fuera a una universidad del norte de Europa.

No. Me voy aún más perdido. Triste. Estos días estoy un tanto triste (lo que no favorece nada a mi familia, y menos con mi madre recién operada). El lento veneno del rencor, la melancolía y la tristeza aún duermen en mi cabeza y se despiertan a gritos para sustituírse en la vigilia. Mi vigilia.

A ratos veo un poco de porno y me pongo un poco más triste.

Aunque también voy más aprendido. Sé lo que no he tenido y no tengo.

Borro varias decenas de contactos, hace tiempo inactivos, de la agenda de mi móvil. Vodafone me anima cambiar de número y compañía cuando intenta chantajearme para liberar mi teléfono para usarlo en Hong Kong por haber seguido una secuencia 1-2 y no 2-1 siguiendo sus consejos. Pero creo que un nuevo número tampoco me vendrá mal.

Nuevo número de teléfono. Nuevo destino. Nuevo intento.

Hay algo que debe despertarse en mí. Busco el llamado “estado de flujo”. Busco, desde luego, mentes y cuerpos. Mi mente y mi cuerpo. Mentes que se ajusten recíprocamente a mi mente. Un cuerpo y una mente que me complementen.

Me voy con lo puesto. Un billete de ida y vuelta para que me dejen entrar. Unos dos mil euros entre misérrimas inversiones malvendidas y préstamos familiares (que hará que mi deuda familiar crezca a más de 7000 euros). Libros. Música. Pastillas. Geles, cremas y champúes para intentar cuidar mi mente y mi cuerpo hasta que se quieran a sí mismos, hasta que se encuentren.
Pero no voy a trabajar en cualquier cosa. Es tal vez el último intento. Un último intento para ver quién soy, de lo que soy capaz, lo que me merezco o me reserva el futuro. No quiero dedicar un tercio de las horas de mi vida a producir materia desechable, a materializar productos redundantes. No.

Veremos si valgo, si soy capaz, si he nacido con el talento y puedo realizar el esfuerzo de comunicarme de una forma más profunda y concreta que este difuso y egocéntrico blog. Si soy capaz de encender, de mostrar pequeñas y débiles luces, hacer que crezcan y que sean vistas y recogidas por pequeñas personas desesperanzadas con esperanzas, grandes personas con más fuerzas de las que en estos momentos tengo yo.

Mientras, hasta entonces, hasta dentro de apenas unos días, leo artículos de hace tres años, paseo con mi perro, compro revistas de tendencias por un euro donde las innumerables fotos, los infinitos anuncios y los breves textos parecen hechos por ordenador….

… veo apagada la luz del balcón que aún despierta mi tristeza y me impele a un nuevo comienzo.

Valladolid-Londres-Mumbai-Hong Kong… la vida sigue siendo tan absurda e irónica.

No creo que pueda actualizar este blog hasta entonces. Hasta que sea de nuevo un expatriado para intentar, de nuevo, dejar de ser un expatriado de mí mismo.

Hasta entonces pues.