domingo, 12 de octubre de 2008

Alrededores noche (sábado 11 de octubre)


Paso gran parte del día en mi habitación.

Por la noche me quedé dormido sobre la cama durante unas horas. Hablé de madrugada con mi madre. Leí varios capítulos de la biografía de Freud. Me acosté de nuevo al amanecer.

A las seis de la tarde, después de que el hombre filipino me haya vuelto a recordar que olvidé la llave fuera y me haya vuelto a asegurar que tendré internet al día siguiente, salgo a dar una vuelta. Está anocheciendo.

Caminando por los alrededores de mi apartamento, descubro que, en dirección contraria al centro comercial de Causeway, vivo a cinco minutos del estadio de Hong Kong y del St. Pauls Hospital.

Como por unos 4 euros un muy aceptable filete de ternera y una cocacola (dejando sin tocar el plato de arroz con sus salsa) en un establecimiento de una cadena de comida rápida china de luminosos colores naranjas. Una de sus empleadas me indica que no puedo hacer fotos

Por momentos, me siento, si no feliz, sí menos triste. Pienso que no ha sido mala idea venir a Hong Kong. Que, busque lo que busque, encuentre lo que encuentre, es mejor que, mientras, en el camino, aunque la felicidad aún no me habite, hasta que la felicidad me habite conocer lugares nuevos, otras formas de la realidad y la existencia.

Y no dejo de lamentar, aún, que esté siendo como está siendo, cuando podría haber sido de tantas otras y mejores maneras. Cuando mi soledad y otras soledades podrían haberse encontrado y viajado juntas. Pero mi corazón empieza a comprender ya, meses y años después de que lo comprendiera mi cabeza, que quien ha tenido oportunidad de estar aquí, ahora, conmigo, y no lo ha hecho, no debe estar aquí, ahora, conmigo, y que no por ello, más allá de la ausencia de la felicidad total y la perfección, debo dejar de hacer este camino. Debo rendirme. Aunque en mi minúscula habitación la cama resulte tan grande.

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