viernes, 10 de octubre de 2008

En Hong Kong (jueves 9 de octubre).

Me despierto a las 6 de la mañana. Ordeno las pocas cosas que he traído, algo que, pese todo, me resulta levemente complicado en tan escaso espacio, aunque mi último entrenamiento en habitaciones pequeñas parece haber dado algún resultado. Hablo con mi madre.

Salgo para comprar algunas cosas, entre ellas una toalla para poder ducharme después de no hacerlo en tres días. Alrededor de mi apartamento hay todas las tiendas y marcas occidentales que uno pueda imaginar. En un cine echan “Vicky, Cristina, Barcelona” con subtítulos en chino.

Entro en un “Wellcome” y compro huevos ecológicos, aceite de girasol, casi un litro de leche fresca de Nestlé y chocolate en polvo Cadbury a precios no precisamente económicos. De hecho, frente a otras cosas, la leche, los huevos y el aceite parecen ser objetos de lujo por su precio, supongo que por no ser aún muy habituales. También compro un poco de carne, sal, pepsi, una especie de yogures probióticos chinos, dos cuchillos, un tazón, dos vasos, un plato, un trapo de cocina, la toalla.

Contra todo pronóstico, regreso a mi apartamento sin perderme. En el piso del que forma parte mi apartamento/habitación hay dos trabajadores filipinos, un hombre y una mujer, dando los últimos detalles. El hombre filipino es muy simpático y hablamos un poco. Sobre Hong Kong, sobre el idioma chino (él tampoco lo habla) y los chinos. Sobre las palabras españolas que aún quedan en tagalo. Le pregunto si podría ponerme algo sobre la ropa colgada en perchas para que la grasa y los olores de la supuesta cocina, a medio metro, no vayan directamente sobre ella. Me cuelga una cortina color verde manzana de Ikea. Me dice que Internet estará en uno o dos días.

Me hago la carne que he comprado en el curioso aparato multiusos que hace de “mi cocina”. Me ducho. Redacto varias entradas de este blog.

Yo, el mismo, de nuevo, buscando en otro lugar (jueves 9 de octubre)


Aquí estoy. En Hong Kong. En ésta mi cada vez más desconcertante vida. En este cubículo de 11 m2. Con su cama doble, su televisión y dvd. Con su pila/lavabo y su pequeña nevera. Su microondas y su cocina/”aparato para todo”. Su hervidor eléctrico. Su “cuarto de baño” con su ducha. Su perchero/armario. Su escritorio. Aquí estoy respirando su aire acondicionado. Esperando su conexión a Internet. Recién despertado en sus 11 m2.

Aquí estoy, con mis dos libros de residente en Hong Kong. Una guía de China. La poesía completa de César vallejo y Cernuda. Poeta en Nueva York. El arte de amar. El “resumen” de la biografía de Freud de unas 700 páginas. Con Veinte poemas de amor y una canción desesperada. Dos libritos de psicología de Xavier Guix. Los resúmenes de la vida y obra de Delacroix, Klimt, Tiziano, Munch, Rafael y Gauguin del diario Público. La corrosión del carácter. Tus zonas erróneas. La tierra es plana. Los 100 secretos para triunfar de David Nieven. Varias decenas de artículos que recorté del periódico.

Aquí estoy, con mi minoxidil. Mi nuevo champú del Instituto Tecnológico de Hong Kong y mis geles de carbón vegetal. Mi Cetaphil. Mi reductor abdominal del Mercadona. Mis cremas para la cara y los ojos. Mi “Quasar Adventure”. Mi “Colgate Total Withening”. Mis píldoras de alfalfa, semilla y piel de uva, cola de caballo, levadura de cerveza ajo, spirulina y vitaminas. Mi hipérico, mi epilobio. Aquí estoy con mi paracetamol, mi Pharmaton Complex.

Aquí estoy, intentando forzarme a cuidar mi cuerpo y mi mente cuando no tengo todas las fuerzas y ganas deseables. Al otro extremo del mundo del que era y, tal vez, es mi mundo. Buscando un nuevo mundo, un nuevo cuerpo, una nueva mente. Buscándome otra vez a mí mismo en este mundo que me resulta tan complejo.

Buscando el cielo con personas amables entre tiendas y centros comerciales (miércoles 8 de octubre).

Después de que la bonita chica/china me acompañe a sacar el dinero de un cajero y yo a ella a su oficina en un lujoso rascacielos para firmar el contrato y que me dieran una copia de las llaves, decido ir a hacer la primera visita y comprar algunas cosas.

Compruebo cómo incluso en no excesivamente grandes supermercados y tiendas de cosmética hay, aunque con diferentes envases, los mismo productos de las mismas compañías occidentales, más algunos otros chinos y japoneses. Y cómo, además de los típicos remedios y productos chinos, tienen aún más variedad de productos de homeoterapia, con una infinidad de marcas y modelos de comprimidos de vitaminas, creatina, adegazantes, ácidos grasos… Compro un champú que parece estupendo hecho en el Instituto Tecnológico de Hong Kong y un gel y un jabón para la cara hechos a base, entre otras cosas, de carbón vegetal. También cuatro plátanos, dos manzanas y media sandía.

Y, una vez más, mi sentido de la orientación vuelve a delatarme. Sabía que tardaría un poco encontrar el camino de regreso (y aunque no he andado mucho), pero después de buscar mi calle con varios kilos de peso durante más de un a hora, estoy ya un poco harto. Las personas a las que pregunto no parecen entenderme o saber dónde está mi calle.

Opto por entrar, como siempre que estoy perdido y tengo hambre en un país extranjero, donde nunca entraría en mi propio país, en un Mcdonalds. Allí el mánager que me atiende tampoco conoce o entiende mi calle. Un chico amable, grande y lento me lleva mi patética bandeja a una mesa libre.

Al poco, un joven china con traje de falda y chaqueta, me pregunta si puede sentarse. Le digo que por su puesto y, de paso, aprovecho para preguntarle si sabe dónde está mi calle. Me contesta que no es de la zona, pero que o mirará y teclea el nombre con sus largas y cuidadas uñas en la pantalla táctil de su móvil Htc. Lo intenta también con caracteres chinos. Pero tampoco hay suerte. Curiosamente no parece encontrar “Heaven”, mi calle.

La chica es muy agradable y no se da por vencida. Me dice que llamará a una persona. Le digo que no pasa nada, que cene, que se le quedará la comida fría. Sonríe y llama. La persona con la que habla en chino tampoco parece saber dónde está mi calle. Finalmente, compruebo cómo está escrito el nombre en mis llaves. Es “Haven”, no “Heaven”. Así es mi vida. Su conocido/a ya sí la encuentra. La chica me dice que ya no estoy en “Causeway Bay”, sino en “Waichan”, a unos veinte minutos andando, que lo más sencillo es que coja un taxi y me escribe la dirección en inglés y en chino en una tarjeta de su trabajo. Es “Business Manager” para “Prudential”, una aseguradora británica. Me dice que, si necesito algo en Hong Kong, ya tengo su teléfono.

La chica es muy amable y hablamos un poco. Se llama “Tang Wai Yin Joey”. El último es su nombre inglés. De niños escogen uno a su elección en esa lengua. Me comenta divertida que sabe que también puede ser un nombre masculino y que en Australia se usa para los cachorros de canguro. Me pregunta que de dónde soy y el motivo de mi viaje. Cuando le respondo que tal vez busque un trabajo como profesor de español, me habla de un australiano que es profesor de inglés y vino con simplemente como turista con su pasaporte como yo. Me detalla que lo conoció en su “iglesia”, y me pregunta por mi religión. Creo que la decepciono un poco cuando le comento que me temo que de ninguna. Ella es cristiana desde hace dos años, aunque no me sabe especificar de qué clase más allá de que es de la Iglesia Cristiana de China.

Salimos juntos del Mcdonald's. Me pide un taxi y se despide sonriente de mí.

Al llegar por fin a mi “apartamento” todo parece terminado. El aire acondicionado está demasiado fuerte y lo bajo un poco. Después de tres días de viaje me quedo dormido vestido y con la luz encendida en cuanto me echo sobre la cama.

Encontrando alojamiento con personas amables entre autopistas y centros comerciales (miércoles 8 de octubre)

Cuando me parece que ya estoy cerca de Wan Chai pregunto a un hombre de unos sesenta años con una Blackberry y un Nokia, pero me dice que espere varias paradas. Al poco me veo en medio de una conversación con una chica china, un matrimonio de profesores ingleses, dos mujeres filipinas y el familiar al que han ido a visitar, todos menos la chica china de unos sesenta años. La chica de la agencia vendrá a buscarme a la parada del autobús después de que le haya preguntado la dirección exacta la chica china, las dos mujeres filipinas y su familiar mientras el matrimonio inglés me decía que la gente aquí era muy amable y Hong Kong un lugar increíble, me felicitaban por la victoria de Fernando Alonso ( en la última carrera que desconocía de igual manera que el resto) y por Rafa Nadal y me comentaban que hay un colegio inglés en Valladolid, aunque quizás eso era en el 91.

Mi pantalón cargo rojo, mi camiseta naranja y una gran maleta parecen ayudar a la chica de la agencia a reconocerme. Una chica preciosa de unos veintitantos años, con vaqueros, una blusa negra satinada y un pequeño bolso también negro y de charol.

La bonita chica/china de la agencia me lleva entre los rascacielos, pequeñas tiendas, grandes centros comerciales y anuncios de compañías occidentales hasta un estrecho callejón con pequeños y poco lustrosos restaurantes y personas comiendo con palillos en cuencos en sus terrazas. Abre una gran puerta de metal gracias a la clave de seguridad. Subimos por el viejo edificio en un nuevo ascensor digital. En el piso séptimo abre una nueva puerta de metal, otra puerta de seguridad y decido quedarme por 6500 HD (unos 600€) al mes una habitación de 120 pies cuadrados (unos 11 m2). En lo que me he decido por una de las habitaciones la chica de la agencia alquila mi primera opción. Son las dos más caras pero parece que sus ventanas dan a algo parecido a la calle y entra el sol.

Todo en las habitaciones es nuevo y aún faltan de montar algunas cosas y hacer limpieza, por lo que me invita a dejar allí la maleta y a volver a partir de las cinco y media de la tarde, cuando estará ya disponible.

Aterrizando (miércoles 8 de octubre)

Todo parece nuevo, minimalista y ultramoderno en el aeropuerto de Hong Kong. Lo que no está recién construido parece estar construyéndose en ese mismo momento. Hay anuncios de ropa con jóvenes y modernos chinos como protagonistas. También de seguros con fotos de niños occidentales. Durante el recorrido por sus pasillos no deja de sonar el tono de mensaje recibido de Nokia.

Un metro vertiginoso y bilingüe nos lleva de un extremo al otro del aeropuerto. Un amable y serio agente de aduanas me sella el pasaporte rápidamente y sin preguntas. Un grupo de militares me mira también serio al verme traspasar con mi gran maleta la salida para pasajeros sin nada que declarar sin decirme tampoco nada.

En el enorme hall del aeropuerto puedo ver ya anuncios de compañías occidentales, sevenelevens, un Burguer-King, una tienda de prensa de Relay, algunas tiendas de lo que parecen cadenas chinas muy bien aprendidas. En ellas hay productos chinos, aunque casi más occidentales, con unos precios, en general, sólo un poco menores que en España y supongo que inalcanzables para la mayor parte de los chinos continentales.

Saco dólares hongkoneses de un cajero y compro una tarjeta telefónica china para el móvil. Dejo sin especial miedo el carrito con la maleta y el portátil a la entrada de la terraza del Burguer-King donde desayuno rodeado de personas unas patatas fritas y unos aros de cebolla con una cocacola. Consigo hablar con una persona de la agencia de “service apartments” y concierto una cita con ella en un lugar que no entiendo bien y que creo que está en Wan Chai.

Antes de montarme en el autobús A11 me compro una tarjeta monedero “Octopus”, con la que, he leído, se puede viajar en todo el transporte público y pagar en unos cuantos comercios.

La geografía hasta la isla de Hong Kong es una sucesión de vegetación tropical, autopistas, puentes y fábricas. A la salida del aeropuerto me reciben dos grandes carteles de Lâncome y Estée Lauder con Juliette Binoche y Elisabeth Hurley. A la llegada a Hong Kong veo un centro comercial en construcción con un gran cartel con una niña que dice “More shops, more fun”. Me resulta difícil de decir en qué se diferencia de Europa y Estados Unidos esta China comunista.

Volando (martes 7 de octubre, madrugada del miércoles)


Atravieso toda Europa durante ocho horas en un avión de Jet-Airways apenas ocupado para llegar a Bombay. El sueño que no quiso o pudo llegar en el aeropuerto de Londres me vence. Juego también a la consola del avión. Apenas pruebo la comida.

Viajo adonde no viajé para no quedarme. En un viaje que no debería de haber sido éste y que no sería éste si hubiera sido. Veo como la noche devora la línea del horizonte desde mi ventana.

En el aeropuerto de Bombay me monto no sé bien por qué en un autobús lleno de personas mayores que son ayudadas por el personal de la compañía. Una pantalla proyecta anuncios de películas de Bolywood. Los militares, hombres y mujeres, del control lucen un vistoso uniforme color oliva. Parece como si el aeropuerto hubiera sido construido hace décadas y remendado cada cierto tiempo. Una mujer con ropa tradicional pasa una mopa seca sobre unas escaleras. Entre unas paredes prefabricadas hay un pequeño templo que en occidente parecería anunciar la navidad. Los pasajeros de mi vuelo que hacen trasbordo como yo, la mayor parte hombres occidentales con destino a Bangkok, parecen ir sutilmente disfrazados de turistas sexuales. Uno de ellos, de unos cincuenta años, lleva una mochila de la que sobresale un osito de peluche y sombrero de vaquero.

Apenas tengo tiempo de pasar los controles y embarco a las 00:30 locales con destino a Hong Kong. Los azafatos de Jet-Airways parecen jóvenes y discretos galanes de Bolywood. Las azafatas, gitanillas sonrientes en unos alegres y chillones uniformes amarillos. Todos son muy amables. En este vuelo hay aún menos mujeres viajando.