sábado, 17 de enero de 2009

Paseo con perro II ( sábado 17 de enero)

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   Argos, mi perro, es un chucho, un perro apropiado para mí.

   Hijo de una camada de más de 10 cachorros, lo tengo desde que tenía dos semanas, dándole de mamar, como suelo decir, leche en polvo en los descansos del instituto, hace ya más de 14 años.

   La madre de Argos era una Fox Terrier. Estuve meses esperando a que se le rizara el pelo. Supongo que su padre sería un Pointer o similar.

   Argos es mi primer perro. Aprendió a hacer sus necesidades en un día. Pero para otras cosas, supongo que como su dueño, ha sido más torpe.

   Siempre me ha gustado pasear con él por la ciudad llevándolo suelto, sin correa. No es legal. Tal vez no debiera haberlo hecho. Tal vez eso le hubiera evitado dos atropellos seguidos. O dormir un fin de semana en la perrera municipal cundo se perdió una Noche de San Juan. Pero aquí está. Con más de 14 años.

    Pese a todo, el tiempo no pasa en balde. Y 14 años son muchos años para un perro, incluso para mí. Ahora, Argos, mi perro, tiene cataratas. En navidades es realmente difícil sacarlo a pasear por los cohetes y petardos. De hecho, a diferencia de cuando era joven, muchas veces parece salir pasear porque no hay más remedio.

   Y, pese todo, pese a todo lo que he contado,  Argos parece comprender algo. Aunque su cerebro no es el que era, quién sabe si incluso tiene algo de Alzheimer, Argos parece comprender, parece sentir.

   Siempre se ha dejado seducir por el carácter dulce de mi tía más dulce, por el carácter dulce de la novia de mi hermano. Argos se mantuvo distante al principio de quien siempre me hubiera debido mantener a distancia.

   También manifestaba cierto resquemor de algunos detalles de mi carácter.

   Y desde hace tiempo, durante mi estancia en Chicago, Barcelona o Hong Kong, desde mi vuelta, Argos parece comprender, parece sentir.

   Duerme y se esconde en la alfombra, bajo la mesa del salón.  Se niega a salir de paseo. Me evita. Atraviesa lentamente la puerta con las orejas gachas.

   En otros momentos se acerca lentamente a  mí. Me intenta ver atravesando las cataratas de sus ojos.

   Sé que el mundo lo forman millones de personas. Sé  que no somos más que miles de millones de átomos chocando entre sí. Pero últimamente desconfío un poco de todo. Desconfío de las personas. Y mi perro desconfía de mí.

   Y tras una tarde  de  viernes intentando leer todos los periódicos y suplementos culturales y de tendencias, leyendo lo que es amar y lo que es depender según un señor que ha escrito un libro, hablar con mis padres, hablar con mi padre como tal vez nunca había hablado, y ponerme, pese a ello, por ello mismo, triste, y tardar en dormir con dos comprimidos de zolpidem en mi estómago, y saber que el  mundo es algo mucho más grande, mucho más que yo y mis problemas de desamor y la fragilidad de mi carácter, millones de átomos y decenas de bombas estallando en esta tarde de sábado en la que ha habido una manifestación a favor del pueblo palestino a la que debería haber ido, a la que, en otros tiempos, hubiera ido sin duda, tal vez con mi perro,  tal vez perdiéndolo cuando él decidiera irse y encontrándolo a la puerta de casa, tal vez por todo esto, después de pasear con él por un parque minado inofensiva y occidentalmente  de hojas otoñales, y paseado con el hasta el Puente Condesa Eylo, y dudado de la crisis económica mientras hacia cola para comprar dos kilos de patatas en el Mercadona, e intentado leer todos los periódicos y suplementos femeninos y del corazón, El Mundo, El País, Público mientras oía de fondo la novena sinfonía de Beethoven que regalaba, no sé, tal vez por todo ello, escribo esta absurda entrada sobre mí y mi viejo perro.

    Argos, mi viejo perro con cataratas de 14 años. Argos, que parece comprender. Que parece sentir.

Paseo con perro. Mi ciudad aún no mía (viernes 16 de enero)

Consigo levantarme antes de las 11 de la mañana. Desayuno, me ducho, hago la cama, me visto, me pongo el abrigo y la bufanda y llamo a mi perro.

Mi perro tiene ya 14 años. Mi perro tiene cataratas. Ya no salta el metro y medio que saltaba antes hasta la cuesta del Canal de Castilla de enfrente de mi casa. Ya no da brincos y busca la pelota y bebe agua cuando comprueba que salimos a dar un paseo.

Quiero hacerme de nuevo el carné de la biblioteca que he perdido o ha desaparecido como tantas otras cosas.

Quiero comprar también algunos libros.

Argos, mi perro, atraviesa lentamente la puerta con las orejas gachas.

Desde que volví de Hong Kong no he vuelto a pasear por el centro de la ciudad con mi perro. Me gusta el centro de las ciudades. Las personas que caminan con bolsas. Las calles peatonales, las restos de su historia, incluso en Valladolid, donde debería haber tantos y hay tan pocos. Sí, incluso me gusto el centro de Valladolid, pese a la estética que le ha impregnado nuestro impresentable alcalde del PP.

Pero aún no he recuperado mi ciudad. Valladolid sigue sin ser mía. Aún prefiero no encontrarme a la mayor parte de las personas que conozco, aún no me siento cómodo con el resto de las personas.

Y, Argos, mi perro con cataratas, mi perro de 14 años, parece adivinarlo. Y también se pierde, no como cuando paseaba como quien pasea con un amigo, y lo veía buscándome, o tenía que llamarlo o esperarlo.

Pese a todo me espera sin ladrar a la puerta de Margen. Llama la atención del joven que coloca las estanterías de la librería Sandoval. Despierta las sonrisas de la cajera y el encargado de Oletum que me dice que le podía haber dejado entrar, que se puede entrar con el perro.

En Oletum encuentro por fin “Todo lleva Carne” de Peio H. Riaño. Y compro también “¿Amar o depender?” de Walter Riso, para intentar comprender y solucionar lo que llevo intentando comprender y solucionar hace ya tres años.

Argos y yo evitamos Fuente Dorada.

En la biblioteca descubro que están en proceso de renovación de carnés y me dan uno nuevo y verde tamaño tarjeta de crédito que, sin embargo, no estará activo hasta el día 23.

Cuando regreso a casa con El País y dos bolsas repletas de latas de pepsi, flanes de huevo y arroz con leche para mi padre y una especie de actimeles de fresa supuestamente buenos para la piel, profiteroles y helados de marca blanca, Argos parece regresar contento como hacía mucho que no lo hacía y corre al trote hasta su comedero.