lunes, 11 de mayo de 2009

La marea y las estaciones (domingo 10 de mayo, madrugada del lunes)

   La luna frente a mi ventana es de un color turbio y anaranjado.

   El psiquiatra de la seguridad social parece levemente molesto de volverme a ver. Se extraña, inexplicablemente, de mi idas y venidas, de mis tratamientos discontinuos con tratamientos que no siento. Cambia la venlafaxina  de Vandral, por la paroxetina de Seroxat, el alprazolam de 2 mg de Trankimazin por el lorazepan de un ridículo miligramo de Idalprem, la mirtazapina del Rexer por su forma flas, unos comprimidos con un vistoso envoltorio.

   Las estaciones pasan. Ya es primavera. Regresé den Hong Kong en enero. Ya es mayo. Pero mi cerebro parece estar en otro momento. En un momento al que no ha llegado la primavera. Antes de mayo, antes de enero, aún antes.

   Una noche no puedo evitar llorar. No sé si de pena, rabia o desesperación. Por ser tan excesivamente consciente de mi fragilidad. De la fragilidad de las relaciones humanas. Por no ser dueño de mi mente ni de mis sentimientos.

   Mi psicoanalista dice en estos casos es como si una marea se lo llevase todo, que resulta imposible ubicar personas, hechos o fechas. Hasta que un día pasa. Habla de un yo diluido, de un yo que debe ser menos yo, un yo flexible y permeable.

   Durante unos segundos  me veo sonreír en el espejo cuando recibo los libros de Plath, Withman y Thomas.

   Compro comprimidos de extracto de semilla de uva.

   Mi perro corre bajo el sol, se mete en el Canal de Castilla, sigue corriendo olvidándose de sus catorce años y medio.

   Acompaño a mis padres al Carrefour. A mi tía para ayudarle a cambiar de móvil

   Veo 25 kilates con la Capitana Abogada en los Broadway. Los gritos del silencio en casa.

    Me descargo el último disco de Doves.

   Y pienso en cuándo pasará la marea. Cuando las estaciones se detendrán y recobrarán su sentido. Cuando construiré sobre mi fragilidad mi fortaleza. Cuándo será mi yo diluido. Cuándo mi sonrisa durará más que segundos. Cuándo volveré a participar confiado, con una fragilidad madura y consciente, de las relaciones humanas.

   Mientras la luna frente a mi ventana es de un color turbio y anaranjado.