miércoles, 29 de julio de 2009

Las afueras (martes 28 de julio, madrugada del miércoles)

  Las afueras no es nada. Las afueras no están en ningún lugar. Las afueras es un nombre genérico, un libro de poemas, el par de palabra para definir el lugar donde no hay lugar, el lugar que no sabemos definir.

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   Argos camina lentamente, sin poder erguir totalmente la cola, utilizándola de timón, cabeceando, haciendo sonar las uñas que arañan sin pretenderlo el suelo. A momentos alza levemente la cabeza para intentar verme, se para a olisquear con interés ya sólo  instintivo, me busca, se pierde. Cuando el sol luce perpendicular, ilumina su pelo ya pardo, hace que su boca se agrande y fuerza una sonrisa de cansancio, calor y casi ya eternidad. Argos camina cansado hacia las afueras, casi ya en las afueras. Argos y yo caminamos, cada uno haciendo nuestro camino, por las afueras.

   Hace casi meses que veo a Rufián. A las afueras de Valladolid, en la carretera que conduce a los cines UGC, en la Nacional 601, la autovía que conduce a León como podría conducir a cualquier otro destino.

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La primera vez que lo vi fue el 28 de mayo cuando subía en bicicleta al cine, junto al tanatorio,  caminando por la cuneta sucio, triste y abandonado.

   Volví a verlo la semana siguiente. Lo miré, dudé, seguí pedaleando.

 

 

    Las afueras: fuera del sitio en que se está.

   Las afueras: en lugar público o en la parte exterior.

   Las afueras: alrededores de una población.

   Las afueras: terreno despejado alrededor de una plaza, para que el enemigo no pueda acercarse sin sufrir el fuego directo de la artillería.

   Pocas veces una definición de la RAE me ha resultado tan exacta. Las afueras. Un lugar que no es un lugar. El lugar donde estamos cuando nos hemos ido.

   Rufián no es su nombre. O sí. He pensado que es un buen nombre. Aunque aquí no tiene lugar la RAE. Sólo la tierna simpatía que da verlo observarte sentado a dos metros de ti. Haciéndose ver. No dejándose tocar. Confiando en que, antes o después podrá olvidar el pasado, confiando en perder la desconfianza.

   Desde hace una semana voy todos los días a las afueras de Valladolid. Una imagen casi traslúcida de mí sale de sí, del propio lugar en que está, de sus propias afueras y se sienta con su viejo perro junto a un perro abandonado.  Argos  parece notarlo. Y se vuelve celoso, se pega a mí, enseña los dientes como un viejo gruñón al joven que extiende las patas junto a el, que mueve la cola temerosa y dulcemente, que se sienta a dos metros de nosotros observando.

   Desde hace una semana vengo todos los días a ver a Rufián, hablo con la pareja de ancianos que le trae todas los días agua y comida, con el trabajador del taller que le compra latas porque ha comprobado que no le gusta mucho el pienso, con el dueño de otro taller que me cuenta cómo los trabajadores de la perrera intentaron atraparlo sin conseguirlo, con la chica que trabaja en el autolavado de coches, con el chico joven que hace un  mes que adoptó a un pointer, con la mujer que le trae comida desde Villanubla, con el hombre de ojos claros de Europa del Este y el hombre negro tal vez de Brasil que viven en la casa junto a la que Rufián duerme todas las noches, en cuya puerta se apoya moviendo la cola tímida y dulcemente cuando se acercan los perros de su interior.

   Las afueras. Sí, las afueras. Adonde llegamos cuando nos hemos perdido, el lugar que está donde se acaba el lugar.

   Rufián nos mira a todos. Con su pelo enmarañado de setter escocés. Camina detrás moviendo la cola lenta y dulcemente cuando no se le observa. Se aleja cuando alguien se acerca, de la galleta que surge de mi mano, del chico joven, de la pareja de ancianos, de los trabajadores de los talleres, de la chica del autolavado, de la mujer de Villanubla, de la pareja de hombres de Brasil y Europa del Este, de mí que vengo a verlo todos los días, que estoy también en las afueras.

   Cuando regreso a casa Argos está extrañamente cariñoso, se pone panza arriba como no hacía desde hace meses, se echa junto a mí y comienza a roncar cuando no han pasado ni 60 segundos.

   Extraño lugar las afueras. Un lugar que está en tantos lugares. Un lugar que no existe. Valladolid, Barcelona, Waukegan, Chicago, Hong Kong, mi cerebro, mi corazón, sí, las afueras.

   Y yo, que como los filetes de las terneras descuartizadas, los lenguados sin aire, los pollos troceados, los corderos que no han probado más que la leche; yo, en este mundo de seres humanos desordenados que nacen, se reproducen por amor o violencia, se asesinan o mueren, no dejo de pensar en un simple perro abandonado

   Tal vez porque los dos estemos en el mismo lugar; porque no conseguimos discernir con exactitud que  ocurrió en el pasado, cuál es nuestro presente, que sucederá en el futuro;  porque los dos caminamos por la misma cuneta y dormimos solos e intranquilos en ese lugar llamado las afueras.

   Y pienso que no sé que podré hacer con él, yo que también estoy en ningún sitio, cómo llegar con un nuevo perro a la casa de mis padres… Pero tal vez todo tenga un porqué, o haya que forzar un poco la doble hélice del destino y todo mi pasado, y todo su pasado, y la vejez de Argos y todos los átomos y todos los eclipses tengan de una manera tan mínima un poco de sentido. Y los celos de un viejo perro se transformen en una cadena invisible, que como la luna, que como el mismo sol formando una semicircunferencia en el horizonte, salve de la carretera a un perro joven abandonado. Tal vez Argos, Rufián y yo descubramos verdadera, hondamente, que todo tiene un principio y un final, que todo tiene su espacio, que nada sobra en su lugar. Tal vez consigamos formar una pequeña, absurda, inconsciente y evanescente tríada que altere todo el universo.

   El hombre negro me intenta decir en castellano que hoy ya no ve posible atraparlo, pero que si regreso mañana a la misma hora habrá intentado que entre en la parcela de su casa.

   Mañana Argos, Rufián y yo regresaremos, estaremos de nuevo en las afueras.