jueves, 18 de diciembre de 2008

Primer y último día en Macao (jueves 18 de diciembre, madrugada del 19)

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   Como en un último, desesperado y a la vez minúsculo esfuerzo, consigo vencer mi apatía y mi inercia y me ducho y visto  para ir a Macao el último día posible.

   Antes, me paso por la oficina de mi “service apartment”. Mientras espero a que la chica me haga el cheque por los 300$ hongkoneses de mi depósito un agente filipino me invita a sentarme y me explica que entiende el español y lo habla un poco. Me pregunta que en qué trabajo. Le respondo con vaguedades que en diferentes cosas según el momento (también podría decirle que en nada, que sólo viajo por el mundo sin conseguir salir de mí mismo). Me sugieren dejar las llaves dentro de la habitación, pues mañana es la fiesta de navidades en la oficina y no estarán. La verdad es que, pese a los 11 m2, han sido gente confiada y  agradable.

   Cojo el metro hasta Central y allí me dirijo al muelle del ferry a Macao. Compro un billete para el de las 15:30, pero me dejan montarme en el que sale 15 minutos antes.

   Desde el ferry, veo las islas de la costa del sur de China y dormito un poco en la hora que dura el trayecto mientras en la gran pantalla plana veo cómo un joven supera un récor Guiness de ponerse y quitarse un slip a saltos. 

   En Macao parecen hablar menos inglés que en Hong Kong. Consigo que una persona de la compañía de autobuses me indique qué autobús coger para ir al centro. Voy al centro por el precio de 3,2 patacas de Macao, que me aceptan en dólares hongkoneses, que equivalen a 32 céntimos de euro.

   Macao muestra estar menos desarrollado económicamente  que Hong Kong. Los autobuses son peores, hay menos rascacielos y tiendas de lujo occidentales, muchos de sus edificios se muestras viejos.

   Pero también parece más real, diría que más humana si no fuera porque Hong Kong es una construcción radicalmente humana. Aunque están también las calles repletas y abigarradas de los barrios populares de Hong Kong, hay espacios abiertos y árboles en algunas de sus plazas y calles. Decenas de scooters surcan sus calzadas. Aún se ven hermosos edificios coloniales portugueses.Pese a que el inglés también está presente, y parece que en aumento, resulta extraño y a la vez acogedor para un español como yo ver los nombres de las calles y los letreros de tiendas y servicios en chino y portugués.

   Ando sin rumbo. Después de dos meses aquí, no me he traído la guía y son casi las cinco.

   Veo un colegio católico en un palacio desde el que salen niñas y jóvenes con uniforme escolar.  La portera me enseña un mensaje escrito en inglés en un cuaderno indicando que está prohibido entrar a hacer fotos.

   Veo atardecer en la la Plaza de Vasco de Gama.

   Por azar llego subiendo por un camino rodeado de vegetación hasta la Fortaleza da Guia, con el primer faro construido en la costa de China en el S. XIX.

   Desde allí, veo Macao erguirse y crecer ante mis ojos mientras el sol comienza a ocultarse. Hay siempre un ruido de obras en China. Hay siempre un zumbido en mi cabeza. Un sentimiento de alienación ensimismada. Falta una mano, un pasado más tibio e inteligente, un futuro, un presente. El sol se pone tras el falo del hotel Grand Lisboa, sobre la desembocadura del río de La Perla. Y yo no sé dónde estoy. A qué vine. Veo Macao en la distancia como si sólo fuera un cuadro y fuera yo el que está en el cuadro. Cada vez en un lugar del mundo sin salir de mi cabeza,  sin que la luz saque la tristeza mi cerebro.

   La noche llega a Macao.

   Deambulo por sus calles sin dirección alguna.

   Paso junto a la Biblioteca Pública y un centro de salud ubicados en bellos edificios coloniales.

   Me interno en un jardín ofrecido por el Gobierno Portugués en los setenta. Hay ancianos haciendo tai chi o jugando a las damas. Chicos jugando con sus móviles. Flores observándome desde el lago.

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   Como o ceno mi típico entrecot barato y una patata asada a la que consigo que le quiten la salsa después de no hacerme entender por varios empleados que sólo hablan chino en un Café de Coral

   Compro dos bollos con crema.

   Cuando son ya casi las ocho, busco en los letreros de una parada de autobús cuál me puede llevar a muelle. Me ayuda un inglés de Liverpool de más de cuarenta años que está con una filipina de pocos más de veinte excesivamente maquillada y con minifalda. El hombre inglés dice  trabajar en un casino y me recomienda venir más de un día para verlos. Al parecer, en uno hay canales como los Venecia. También me dice en qué ventanilla conseguir mi billete de vuelta a Hong Kong más barato.

   Voy en autobús hasta el muelle y paso junto a lo que parece la plaza mayor de Macao. Junto a los casino con gigantescas luces de neón. Veo un casino llamado “Pelota Basca”.

   Desde el ferry, las luces de neón parecen decirme adiós sabiendo que nunca he estado en allí. Que no he visitado los casinos. Que no están seguras de que haya estado en Macao. Que tal vez nunca haya estado en Chicago o en Barcelona.

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   Sabiendo, tal vez,  que dentro de menos de 24 horas tampoco estaré ya en Hong Kong.