lunes, 10 de septiembre de 2007

La pena que llena la ausencia (domingo 2 de septiembre)

Me levanto a las 11. Me he despertado antes. Me he despertado varias veces. Y es curioso. Porque yo solía dormir de un tirón. Y sé que no es la edad. Y si me despertaba levemente y era pronto me alegraba y seguía durmiendo. Y si dormía con alguien, si todo iba bien, me aferraba un poco más y seguía durmiendo. O deseaba que se despertase.

Ahora es un poco distinto. Mando un mensaje a unos amiga para ver cómo les ha ido, a ella y un amigo de hace más de diecisiete años, en sus vacaciones. Nos mandamos varios mensajes. Decido ducharme e intentar hablar con ella través del messenger. Me siento frente al banco de la biblioteca. Y pese a la conversación. Pese a sus vacaciones aburridas. Pese a mi verano. Este verano que parece no acabar nunca. Pese a que le hablo de lo mismo, me alivia. Y echo de menos momentos con ellos, momentos pasados e imperfectos pero que ahora resultan mucho mejores que el presente: “Tienes que llenar la ausencia con la pena. Para que luego todo pase. Lo bueno se acaba, pero lo malo también. Dale una oportunidad a la vida”

Como en el Holywood Grill. Hablo con mi familia. Regreso. Hago la colada. Me tumbo. Leo algo el Chicago Reader. La sección de “datting”. Voy al Strack& Van Til. Compro: ocho actimeles de fresa, tres chocolatinas, cinco plátanos, dos manzanas, bollos de chocolate, jabón para las manos, una fregona estilo balleta, agua….

A vuelta veo que el restaurante mejicano donde cené hace más de una semana está muy cerca de mi apartamento. Compro patas fritas en una pequeña tienda de perritos calientes. Dos mujeres de más de cincuenta años, algunos kilos de más y ropa fea y grasienta lo atienden sin ninguna emoción. Las entiendo.

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