jueves, 6 de septiembre de 2007

Chicago en Bicicleta (sábado 25 de agosto)


Me levanto aún un poco cansado a las 10 de la mañana. Me rasuro la cara. Me ducho con gel exfoliante. Me afeito. Desayuno zumo de naranja, unas galletas y un actimel de fresa.

Devlin me ha contestado que tal vez podamos traer los muebles de sus amigos el domingo, así que parece que tengo el día libre. Cojo mi bici y decido recorrer con ella Chicago.

Empiezo en la biblioteca. Reservo una hora. Tengo que esperar 25 minutos. Mientras espero, ojeo el “Chicago Reader”, uno de los periódicos culturales más importantes, gratuito y de tirada semanal. Compruebo cómo, cuando esté ya más ubicado, hay una gran cantidad de cines, obras de teatro, museos, exposiciones, restaurantes, conciertos… Ya veremos, cada día estoy menos supuestamente cultural y más centrado (bueno, este adjetivo no parece el más idóneo) en encontrar verdaderas formas de expresión de algo, signifique lo que signifique esto (tampoco hay que tener miedo a ser consciente de las propias muestras de grandilocuencia). En internet tampoco veo ni tengo ninguna noticia que me sorprenda especialmente. Salgo y sigo a través de North Avenue. Paro a comer en el “Holywood Grill”. Después continúo por North Avenue.

Chicago parece una ciudad agradable, al menos en esta calurosa tarde de sábado de finales de verano. Por unos momentos, por el paseo en bicicleta, por el sol, por Chicago, me siento un poco más contento.

Giro a la izquierda, por La Salle y, como un campeón, decido internarme en el Loop (el centro de rascaelos y vías de metro elevadas de Chicago) con mi bicicleta. La verdad es que, esperaba más circulación, tal vez sea por ser sábado. Entro en la estación de trenes para comprar un bono de diez. En ella, me encuentro con una de mis compañeras de Canarias que ha venido por la mañana para conocer Chicago e ir de compras. Un chico norteamericano de clase media se acerca y mira mi bici con cierta envidia. Le comento que sólo me ha costado 80$+taxes.: “It’s cool”, responde. Le comento que también tiene una hendidura muy útil para la próstata. Ahí, la conversación entre él, su amiga y yo, parece tergiversarse levemente.

Dejo a mi compañera y cojo Sheridan Road, una carretera que va desde el centro de Chicago hasta mi barrio y, siguiendo hacia el norte, hasta el mismo Waukegan. Desde Sheridan giro hasta Western, donde me paro en varios autodealers a ver coches. En uno, Miguel, me ofrece un Saturn ranchera (no recuerdo la forma moderna y “cool” de llamarlos) del 99 y cuatro cilindros (lo que significa menos consumo), y con 140000 millas por 2200$, impuestos incluídos. Antes, prefiero ver si hay opciones con el Pontiac, pero si no hay suerte, ésta tampoco parece una opción horrible (y en este tipo de coches sin garantía la suerte es la única garantía).

Regreso a mi apartamento, a mi colchón, mis sábanas rojas, mi maleta sin deshacer y mis dos sillas. Hablo con mi madre y, aunque sé que son los típicos problemas de joven (aún lo soy, ¿no?) europeo de clase media, no puedo evitar mostrarle mal humor y tristeza. Y no es sólo por mi apartamento a medio pintar, mi colchón, mis sábanas rojas, mi maleta sin deshacer y mis dos sillas, sino también por tener que andar todos los días una media de entre dos y tres horas para llegar a cualquier sitio. Por no saber todavía el curriculum que tendré que dar a mis alumnos y parecer que lo más importante es cómo decoraré mi clase con carteles rosas, pegatinas y frases del tipo “Be positive”, “Attitude is everything” y, sobre todo, “Learn is funny”, por sentirme aquí solo, por qué no decirlo y, aunque es todo un poco más complejo y absurdo, abandonado, y sintiendo que todo es y debería haber sido diferente. Que no debería haber sido.

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