Llego a la estación de Clybourn con mi maleta, la bolsa del trabajo, una con ropa, el portátil… bajo con esfuerzo las escaleras. Pregunto. Camino con estos, más o menos, 50 kilos bajo el sol.
Acabo metiéndome en el Holywood Grill a comer. Es un lugar con baldosas y azulejos blancos y rosas. Grandes ventiladores en el techo. La camarera, que parece hispana, me pregunta que de dónde soy. Si en España se habla español. Si no es portugués. Que qué se habla en Brasil. Se cerciora con un chico de unos 35 años que come tras de mí. Es de Denver. Me dice que se mudo como hace año y medio a Chicago y que le encanta. Que en los Estados Unidos hay una frase que dice “New York is the capital of the world and Chicago the capital of America”. Que es como es o debería ser una ciudad en América. Me previene del frío en invierno. Me pregunta por España, por su gobierno, por su economía. Se declara progresista. Terminamos de comer. Nos despedimos. Pago. A los 50 minutos de caminar con mis 50 kilos y seguir indicaciones confusas y contradictorias en lo que debería ser un paseo de 20 minutos para llegar a mi apartamento, cojo un taxi.
Llego a mi apartamento. Miro a mi alrededor. Sí, no está mal, aunque necesita algunos arreglos. El casero me ha traído un sofá, dos sillas y un colchón. Salgo para conocer un poco la zona y comprar algo.
Camino más allá de las carreteras que circunvalan Wicker Park. En la zona de polígonos comerciales (en este país hay una tras cada barrio, cruce de carreteras, barrio, pueblo) entro en un Khol’s. Compro una almohada y unas sábanas rojas. Sigo caminando. Llego hasta Milkwaukee, North Avenue, la zona más activa y comercial del barrio: hay bares y restaurantes de moda, tiendas de G-Star Raw, American Appareal, Levi’s, Akira. Son ya las nueve y hay gente cenando y tomando copas en sus terrazas. Por un momento pienso en Edimburgo. En el último verano. En un verano que pudo ser y no fue. Que ni siquiera pudo. Y me invade un poco ese sentimiento occidental y de clase media llamado melancolía. Me invade un poco la tristeza.
Entro en un Wallgreen’s. En los estantes hay grandes secciones con lubricantes y cajas de preservativos de 36 unidades. Teniendo en cuenta mi situación actual y mi vida en general, la alegría no me invade. Compro zumo, desengrasante, detergente, papel higiénico, amoniaco, dos vasos, dos esponjas, toallitas desinfectantes, dos estropajos, un candado. El dependiente no sabe exactamente cómo llegar a mi calle. A la salida un ¿joven? algo mayor que yo se ofrece a llevarme un trecho en su coche. Va con un chico y una chica más jóvenes. Me dejan en mi calle. Camino otros 25 minutos. Llego a mi apartamento. He comprado una almohada, sábanas rojas, zumo, desengrasante, detergente, papel higiénico, amoniaco, dos vasos, dos esponjas, toallitas desinfectantes, dos estropajos, un candado.
Limpio el baño. Me voy a la cama.
jueves, 30 de agosto de 2007
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